Donald Trump firmó una orden de «veto a los musulmanes» prohibiendo la entrada al país de los ciudadanos de Irak, Siria, Irán, Yemen, Somalia, Sudán y Libia. Se supone que la medida (bloqueada por una magistrada de Nueva York) quería proteger a EEUU de terroristas extranjeros. Aunque, observando la lista, más bien era un veto a los musulmanes pobres. Nada se dice de Arabia Saudí (cuna precisamente de Bin Laden y sospechosa habitual de financiar el terrorismo).

La semana pasada, un joven gambiano de 22 años murió ahogado en el Gran Canal de Venecia rodeado de vaporettos sin que nadie le socorriera y entre insultos racistas. «Mejor dejarlo morir, total para el caso…», dijo una de las voces registradas en un vídeo.

Trump es uno de los hombres más poderosos de la tierra. Los turistas y locales de Venecia no lo son, pero se sentían tan superiores a ese inmigrante que despreciaron su muerte. La intolerancia se extiende. Creíamos que la humanidad había creado sus anticuerpos ante el fascismo. Nos gustaba pensar que la maldad solo se alojaba en unos pocos, como una enfermedad no contagiosa.

Pero se está escribiendo el discurso que la disculpará. Se está dictando la política que pretende que la xenofobia no se detecte en el pensamiento colectivo como una perversión, sino como una cuestión de justicia, de protección, de derecho. La luz de un Occidente blanco, superior, vuelve a brillar. Y solo traerá tinieblas.

*Escritora