L La Unión Europea respiró aliviada durante la soirée electoral del 7 de mayo en Francia gracias a la victoria de Emmanuel Macron sobre la ultraderechista Marine Le Pen. Pero al día siguiente, pasado el subidón de euforia, fue bastante general la impresión de que, como en el viejo concurso de televisión, no podía decirse mucho más que prueba superada. En ningún caso podía -puede- decirse crisis liquidada, por varias razones concatenadas: el 34% logrado por la candidata eurófoba en un país fundador de las instituciones europeas, el descontento social que como una constante de nuestro tiempo alimenta el disgusto con Europa de muchos electores y la reacción que puede desencadenar la aplicación del programa de Macron, liberal con rasgos socialdemócratas o viceversa, dependiendo de quién lo analiza.

Puede decirse que prevalecen las incógnitas sobre las certidumbres. Los regímenes abiertos, deliberativos, democráticos, contienen una dosis de vulnerabilidad, de debilidad congénita inevitable. Lo mismo le sucede por extensión a la Unión Europea, a merced de las peripecias nacionales y de la charcutería política de los estados, se trate de piedras sillares como Francia o de miembros teóricamente menos determinantes como Grecia. A lo que deben añadirse dos ceremonias de paso determinantes de aquí a septiembre: las legislativas de junio en Francia y las de septiembre en Alemania, donde otra vez asomarán el populismo xenófobo del Frente Nacional y de Alternativa por Alemania, dos formas muy parecidas de impugnar la viabilidad de una Europa futura donde la defensa de las identidades nacionales se atempere con la construcción de una identidad europea.

El élan vital de los gestores de la UE sufrió a partir del 2008 una pérdida de vigor que no ha recuperado a causa de las heridas no cicatrizadas de la crisis económica -austericidio, empobrecimiento de la clase media, aumento del paro, contracción del Estado del bienestar-, la crisis migratoria y la desorientación de opiniones públicas sometidas a la ducha escocesa de los gobiernos: todo logro alentador se presenta como fruto de su habilidad negociadora en Bruselas, toda iniciativa desalentadora pasa por ser culpa de Bruselas. Una aproximación binaria a la realidad estimulada por la impresión a menudo incierta, pero no siempre, de que los tecnócratas tienden a ocupar espacios que debieran estar reservados a la política y a los políticos.

Dicho escuetamente: en cualquier momento puede subir al puente de mando alguno de los amigos de Marine Le Pen, si es que no lo ha hecho ya (Hungría, Polonia), y poner en grave riesgo los pilares del proyecto europeo. Basta recordar la inmediata reacción de la UE cuando el neonazi austriaco Jörg Haider estuvo muy cerca de ocupar la cancillería y su partido formó parte de una coalición de gobierno -año 2000- y el desparpajo no neutralizado del húngaro Viktor Orbán para vulnerar las normas más elementales de la tradición democrática europea. ¿Debilidad, prudencia, temor a acrecentar el problema? Un poco de todo y la convicción de que, después del brexit, cualquier otra amenaza de defección puede ser fatal, puede tener un efecto multiplicador incontenible.

Aun así, la UE es la solución, no el problema. Si no existiese, seguramente inhalaríamos un aire tan irrespirable como el de los años 30, por razones diferentes a las de entonces, aunque no tanto. Solo los vapores emponzoñados por el nacionalismo y el miedo al futuro explican que sociedades cultas y avanzadas como la francesa puedan prestar atención a un partido como el Frente Nacional, tan parecido a aquella Acción Francesa de la Tercera República, de la que ha heredado rasgos perfectamente reconocibles: la nación por encima de la gente, nosotros y el establishment político, la identidad nacional enfrentada a otras identidades (entonces, la minoría judía; hoy, los inmigrantes y el islam).

La victoria de Emmanuel Macron no ha contenido la intranquilidad, pero ha serenado algo los espíritus. Europa y el mundo necesitan a Francia, dijo el nuevo presidente al tomar posesión, pero el pragmatismo lleva a los think tank a ser menos solemnes: la UE precisa que Macron no defraude después de las presidencias fallidas de Nicolas Sarkozy y François Hollande. De hacerlo, muchas de las futuras elecciones se convertirán en un desafío a Europa desde la caverna, intérprete esta de los temores de sociedades envejecidas, asustadas por la multiculturalidad en la vía pública y empobrecidas por programas económicos deshumanizados. Este es el juego europeo.

*Periodista