Entonces, ay, se han acabado los Juegos, no hay ninguna invasión en perspectiva y las teles se han quedado medio huérfanas de realidad. Y con ellas los sufridos teleadictos. O sea, todos. Las series son muy caras, la ficción pura requiere tiempo, dinero, elaboración. Todo es un continuum por la seducción, una mezcla variable de publicidad y anuncios. El conflicto de las grúas ha inundado agosto de unos paisajes de Mad Max, autopistas, cunetas y descampados llenos de coches solos, chatarra nueva. El objeto por excelencia, el automóvil, varado a mansalva por esos baldíos, a merced de bandas de salteadores, de traficantes de llantas y equipos de audio y quizá de saboteadores de bosques. El objeto más mítico, el más caro, el que mejores anuncios genera, ha quedado arrumbado y abandonado.

El País Vasco, que va recuperando un aire de normalidad, presentaba en agosto los indicios, las imágenes, de un apocalipsis cercano. ¿Hay algo peor que perder el coche de esa manera? Curiosamente, las responsables de esta inseguridad extrema han sido las compañías aseguradoras. Porque esas imágenes han amargado las vacaciones de millones de personas. Y según los principios del capitalismo al uso, el cliente contrata el seguro con la compañía aseguradora, no con un gruísta, ni con el Ministerio de Defensa o la Seguridad Social. Las compañías aseguradoras han causado un daño irreparable a sus clientes, pues lo primero que se persigue al contratar un seguro es la tranquilidad sicológica. Entonces, si ya no se puede confiar en los seguros, ¿qué nos queda?

Ante esta fractura del sistema --¡el coche!-- los Juegos Olímpicos han cumplido una función más balsámica que de costumbre, pues con el auto en vilo no se puede estar de vacaciones, ni trabajar, ni dormir, ni nada. Los Juegos y los programas de cotilleo han ayudado a sobrellevar este fallo del sistema. La polémica exclusiva que afecta a una heredera de media España y a un torero de máximo pedrigí mediático, como colofón al griterío que se armó tras la muerte de la madre de él, ha superado con creces el empalagoso culebrón pantojil del verano pasado. El pobre asegurado español --y no digamos el vasco--, ha necesitado recurrir en este mes de agosto a todos estos remedios de urgencia.

*Escritor y periodista