Se comienza a observar un sentimiento generalizado de que Madrid empieza a ser un problema para España. De que la capital del país se parece menos a la España real y está más cerca de la España del país de todos los demonios y el mal gobierno de la Apología y Petición de Jaime Gil de Biedma (ya es casualidad que el poeta comunista catalán fuera pariente de Esperanza Aguirre) que de ser el «rompeolas de todas las Españas» que proclamaba con entusiasmo Antonio Machado. Aunque no les guste, entiende mejor y hay más España en un diputado del PNV o incluso en un catalán que silba el himno nacional (nada más español que repudiar tus símbolos) que en una Isabel Díaz Ayuso que a fuerza de empeñarse en dibujar una Madrid superior al resto está convirtiendo a la capital en un ente antipático. Durante este año de estado de alarma Madrid se ha rebelado ante el resto, ha desestabilizado y ha querido ir por libre mientras el resto trataba de aportar y ser responsable sin rehuir su espíritu crítico. Madrid se empieza a ver como un problema y como un foco de conflicto (hoy en estas mismas páginas así lo señala la portavoz del Gobierno de Aragón, Mayte Pérez). Durante años nos hicieron creer que las autonomías eran un problema y ahora resulta que el problema está en el lugar donde parte el sistema radial diseñado por Carlos III y consolidado por los dirigentes que escribieron la historia durante más de tres siglos de un país construido guerra sobre guerra y con muchas heridas abiertas por conflictos que colectivamente aún no ha superado.

No hay otra ciudad en España más abierta, más cosmopolita, más acogedora, más inesperada, más sorprendente y más activa que Madrid. Pero se está volviendo desagradable porque desde ella se piensa un país distinto al real. En Madrid se fabrica una España estereotipada que hace años que no existe, porque hay una España que entiende su diversidad, que intenta avanzar sin ruido y que mira -salvo excepciones- a sus vecinos como iguales. En ninguna otra comunidad (salvo Castilla y León) lleva gobernando 26 años seguidos el mismo partido. Madrid, como Castilla porque es parte de ella, fue durante décadas un Parlamento escasamente plural, de grandes bloques ideológicos enfrentados que fabrican un pimpampum impensable en «provincias», ese término tan madrileño, tan napoleónico, tan vulgar. En Madrid se coció históricamente la política y ahora se cuece la política más chabacana.

Madrid empieza a generar incomodidad incluso entre aquellas élites de otros lugares que llevan años rindiendo pleitesía y sumisión al centralismo y ahora ven a Madrid como la madrastra del cuento. Aragón, muchas veces, ha sido el mejor ejemplo de ese complejo cuasi edípico. Durante años las élites madrileñas consideraron paletos al resto y ahora se ve a ellas como las paletas porque no entienden a su propio país.

Madrid se entiende mejor leyendo el Madrid de Andrés Trapiello o a Antonio Gómez Rufo y su Madrid, la novela. Madrid es mucho más que la cuna y el requiebro del chotís de Agustín Lara, a pesar de su presidenta, que ha forjado su liderazgo desde el conflicto y el resentimiento, desde la oposición permanente y compartiendo lenguaje y actitudes de extrema derecha trumpista castiza. Díaz Ayuso ejerce de auténtica líder del PP, un partido que gana peso en Madrid al tiempo que se desinfla en el resto a costa de Vox. También en eso Madrid es diferente, donde el PSOE no existe aunque ganó las elecciones. Quién se acordaba hasta ayer de Ángel Gabilondo, que por otra parte representa el temple que se exige a un político y cuando surge alguien con ese carácter conciliador se confunde con la pusilanimidad y es motivo de cachondeo público. ¿Alguien recuerda que el exseleccionador nacional de baloncesto es el portavoz de la oposición socialista en el ayuntamiento?

La desafección de Madrid no es muy diferente a la de otras grandes capitales como París con Francia o Londres con Reino Unido. Ya sueño con volver cuando pase la pandemia, porque, a pesar de los exabruptos políticos que provienen de ella a diario, es una ciudad en la que puede ocurrir algo extraordinario a la vuelta de cada esquina.