El maestro fue antaño una figura tan primordial como míseramente valorada en la escala social, muy a pesar de desarrollar una importante labor que no se limitaba a la enseñanza de las primeras letras, sino que también abarcaba un amplio rango de funciones, entre ellas las de culturización y convivencia. En la actualidad, un buen maestro se esfuerza por brindar mil oportunidades para despertar la curiosidad del niño por todo lo que lo rodea además de motivarlo al aprendizaje y que, cuando alcanza la excelencia, va un poco más allá; por ejemplo, si muestra un fuerte compromiso con el medio ambiente y respeto hacia el entorno, signo fundamental de entendimiento entre el ser humano y el planeta.

La humanidad se enfrenta a un grave desafío ecológico cuyas primeras manifestaciones ya están entre nosotros, como el incremento de las afecciones alérgicas y asmáticas o la exacerbación perniciosa de algunos fenómenos meteorológicos. Entre tanto, los más pequeños hacen gala de una sensibilidad que parece tener escasa presencia entre los adultos, quienes torpe y porfiadamente no cesamos de arrojar piedras sobre nuestro futuro cuando abusamos de unos recursos necesariamente escasos. Y no se trata solo de materias primas minerales u orgánicas, sino de bienes tan esenciales para la vida como el aire o el agua. Los más pequeños, además, mantienen el espíritu abierto hacia formas innovadoras para relacionarse con la naturaleza, que sus maestros desarrollan mediante iniciativas tan bellas como los huertos escolares. Los buenos maestros están cumpliendo, hoy más que nunca, una misión trascendental en la educación y en el despertar de la conciencia ecológica. Ojalá no sea demasiado tarde.

*Escritora