La acusación de haber creado empleos ficticios para su mujer y sus hijos pagados con dinero público no desanimó a los fieles de François Fillon, candidato de la derecha francesa.

«Fillon, aguanta, Francia te necesita», corearon en una multitudinaria manifestación de apoyo con la torre Eiffel de fondo. Evidentemente, le animaban a continuar, pese a ser cuestionado por su propio partido, para hacer frente al envite de Marine Le Pen.

Mientras los partidos tradicionales franceses flaquean, la líder xenófoba, antieuropea y antisistema consolida su posición y actúa de imán para todos aquellos que se sienten burlados. Los que se quedaron varados en la pobreza, sin expectativas de mejora.

En ese «aguanta» de los seguidores de Fillon, se dibuja una balanza perversa. A un lado, la oscuridad del fascismo. Al otro, el perdón de los pecados. En un platillo, el miedo al quiebro de la democracia. En el otro, la condescendencia con la corrupción.

Pero esa balanza no existe. No hay posibilidad de equilibrio entre ambos platos, porque uno alimenta al otro.

Es la política del engaño y la corrupción, la que se ha olvidado de servir a los ciudadanos para postrarse ante los poderes financieros, la que no ha combatido la desigualdad con suficiente empeño ni ha apuntalado un discurso ético frente a las injusticias, la que está alimentando el auge de la ultraderecha. No hay un mal menor. Existe, simplemente, el mal.

*Escritora