Las autoridades brasileñas y los dirigentes de la FIFA confían en que una vez el balón empiece a rodar el próximo jueves en el estadio Arena Corinthians de Sâo Paulo se acaben las protestas, en ocasiones violentas, que se han reproducido en varias ciudades de todo el país en los últimos meses. Quizá tengan razón, pero eso no hará desaparecer las causas del malestar y de la falta de entusiasmo de la población de un país tan futbolero como Brasil por el Mundial del deporte estrella.

Brasil fue uno de los países que sorprendieron al mundo por su crecimiento económico, lo que le llevó a formar parte del llamado BRIC junto a la India, China o Sudáfrica, los llamados países emergentes, que consiguieron compartir mesa con los más poderosos, el G-8, en su ampliación al G-20.

El país sudamericano consiguió despegar pese a los torpedos lanzados desde el FMI y el mundo financiero internacional en los primeros tiempos de la presidencia de Lula da Silva, iniciada en el 2003. De nación tercermundista, el quinto país más poblado del globo pasó a ser la séptima economía mundial. La concesión del Mundial de fútbol y de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro del 2016 certificaban al nuevo Brasil, el país del futuro, convertido en una potencia regional en el terreno económico pero también en el diplomático.

El descubrimiento de grandes yacimientos de petróleo frente a las costas brasileñas, todavía por explotar, reforzaba su poder. Sin embargo, algo se torció. Los efectos de la crisis financiera global tardaron en llegar a Brasil, pero al final lo hicieron.

Los miles y miles de ciudadanos que habían conseguido dejar atrás la pobreza y habían pasado a engrosar las filas de la clase media descubrieron cómo aumentaban los precios y la inflación y empezaron a reclamar más medios para una mejor sanidad y una mejor educación en vez de dedicar dinero a la cita deportiva.

Los brasileños han visto que seis de cada diez obras comprometidas para el Mundial de fútbol, tanto las estrictamente deportivas como las de infraestructuras y transporte, no están acabadas, que su coste se ha disparado de forma escandalosa y que la corrupción se ha adueñado del proceso. Por eso no es extraño que el 72% de ellos se sientan insatisfechos y frustrados, y desconfíen de las instituciones.