El exilio del rey don Juan Carlos excita las glándulas de los doctrinarios de la república, pero, para todos, y al margen de su peripecia personal, es un elemento más de estos malos tiempos, y, tal vez, los anuncia peores.

Ante todo, un detalle: aun siendo ciertas todas las acusaciones de irregularidades que contra él se efectúan, habrá que ver si son juzgables o no, esto es, si han sido cometidas mientras disfrutaba de inmunidad o no. Pero, en todo caso, no ha sido imputado aún. Sale, pues, del país, tan limpio desde el punto de vista legal como lo estemos cualquiera de nosotros, pero condenado en juicio mediático. Es cierto que el ámbito de la política se rige por parámetros de opinión, pero aún en esos términos, ¿no existen políticos acusados de gravísimos casos de corrupción, como los Pujol , que siguen en su casa después de décadas? Compárese.

Es evidente que, al margen de la inmoralidad o los delitos (depende lo uno o lo otro de que sean juzgables o no) de aquellos actos de que se acusa al emérito, gran parte de la campaña mediático-política que los ha jaleado y enjuiciado tiene un propósito que va más allá del de la justicia: el derribo de la monarquía, la constitución de una república, la conquista del poder por parte de algunos grupos y la implantación de su programa; al tiempo, la segregación de algunas de la comunidades autónomas. A esas tendencias, que ya existían, «el caso» Juan Carlos les da nuevo vigor. Y viene eso a coincidir con una pandemia que no sabemos cuánto durará (en todo el mundo) y con una terrible crisis económica (que no sabemos a qué infiernos acabará descendiendo). La coyuntura ideal para las tensiones sociales, la agitación y el triunfo de los discursos demagógicos sobre la prudencia y la realidad. Malos tiempos, pues, que pueden ser peores.

No tengo dudas de que la salida de Juan Carlos ha sido muy estudiada, y valoradas sus consecuencias. Por la Casa Real y por Moncloa. Pero dudo mucho que sirva de algo. El hostigamiento propagandístico al exrey no va a cesar, y los famélicos de república y bulímicos de poder seguirán mordiendo la pieza (he ahí a Iglesias diciendo que el Rey «ha huido» -hace unos días se lo empujaba a que saliese de la Zarzuela y abandonase el país-. Pronto pedirá que se lo traiga esposado). Es más, su salida desatará una campaña para convencer a la gente de que es una confesión de culpabilidad. Veremos cómo evoluciona la opinión pública al respecto. El aguante del PSOE frente al aguijoneo de sus socios será fundamental en el desarrollo del proceso.

En el fondo del problema -como una parte discursiva de él, como un tema central en parte, pero como un trampantojo para otras cuestiones: la toma del poder, la ocupación de la sociedad- habita la discusión entre monarquía y república, discusión deformada en España por una falsificación rotunda de lo que constituyó aquel desastre de II República desde el primer día, cercenada por la Guerra Civil, es cierto, pero que fue autodestruyéndose ella misma, entre otras cosas, con golpes de estado, algunos muy sangrientos, dados por los propios republicanos.

A mí me gustaría que los doctrinarios de la república, cuyo modelo es la II española, me contestasen a una pregunta, una sola: ¿En qué, concretamente, era mejor la España republicana del 31 al 36 que esta monárquica del 78? ¿En qué precisa libertad? ¿En qué grado federalizante o de autonomía de las regiones (y no me hagan reír, especialmente los republicanos asturianos)? ¿En qué protección a los trabajadores, tutela de derechos o bienestar social?

Y que se contestasen una segunda, con sinceridad, en lo íntimo de sus glándulas emocionales: para los de izquierdas, la mayoría, ¿qué tal una república con Aznar ocho años de presidente?; para los de derechas, que los hay pero menos: ¿qué tal una república con Zapatero ocho años de presidente? H