Durante aquellos meses de 2011 en que vivimos peligrosamente --el 15-M fue el mayo del 68 para una generación que se había perdido la Transición-- uno de los mantras más recitados fue el cuestionamiento del sistema de representación, con su sustitución de facto por un modelo asambleario que llenaba de alegría y juventud nuestras plazas. Jornadas enteras fueron destinadas a debatir sobre lo divino y de lo humano en unos parlamentos improvisados de los que surgían propuestas imaginativas que acababan asumidas o rechazas mediante un movimiento sincronizado de muñecas. Bastaban unos cuantos pares de manos agitándose al mismo tiempo para descargar a los asistentes del tedio de los recuentos y del fastidio que inocula el disenso de los díscolos. Varios años después, con la indignación instalada en el sistema, muchos recordarán aquellos días en los que se exigía a nuestros gobernantes que aprendieran eso de «mandar obedeciendo».

Como en tantos otros asuntos, este anhelo sincero de una parte de la ciudadanía --hastiada por la incompetencia de la política para resolver sus problemas-- ha quedado reducido a una consigna naíf al albur de las formaciones políticas, que han acabado jugando con ella a su antojo.

Sin ir más lejos, estos días la gestación de un gobierno de coalición está poniendo de manifiesto hasta qué punto pueden pervertirse las supuestas bondades de una democracia directa al servicio de intereses partidistas. ¿Quién puede dudar si no de que la convocatoria exprés de una consulta entre los miembros de Podemos ha servido de instrumento para mejorar la posición estratégica de Pablo Iglesias en la negociación para la investidura de Sánchez? Nada nuevo bajo el sol, toda vez que el jefe morado había utilizado ya este recurso para dirimir sus problemas de liderazgo en el partido, con esa querencia por el plebiscito que han compartido otros dirigentes carismáticos, de Felipe González a Francisco Franco.

Pero, querámoslo o no, vivimos tiempos plebiscitarios. Del derecho a decidir del soberanismo al no es no que se abrió paso a golpe de primarias en el PSOE, la tentación de resolver la complejidad del presente con la simplicidad aparente de una votación se ha ido extendiendo a casi todas las cuestiones, aquí y más allá de nuestras fronteras. En cierto modo, este salomónico sistema de toma de decisiones, que amputa y cercena la diversidad de opciones, es una de las pocas fuentes de prestigio al alcance de nuestros dirigentes, en una deriva que más que fortalecer las instituciones ha acabado por debilitar a sus organizaciones fundamentales: los partidos. En cambio, la alternativa que supone lidiar con las discrepancias y negociar políticas con una pluralidad de actores políticos mayor que la de antaño tiene una rentabilidad mucho más dudosa.

Paradójicamente, el arte de la política está vinculado a la capacidad de alcanzar acuerdos que no siempre resultan evidentes de antemano para quienes eligen a sus representantes. No en vano, ya a principios del siglo pasado, el sociólogo alemán Max Weber señaló los límites principales de la democracia directa: la complejidad que supone el número de participantes involucrados en el proceso de toma de decisiones (superada gracias a internet) y la especialización que implica el conocimiento de los asuntos sometidos a votación.

Más sencillo hubiera resultado en cualquier caso para el líder de Podemos, tras una campaña en la que se ha recorrido España recitando fragmentos de nuestra Carta Magna, acudir al texto constitucional y recordar cómo allí se prohíbe explícitamente el mandato propio de la democracia directa. «Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo», reza el artículo 67.2. ¿Por qué? Por un lado, porque esta fue una conquista del liberalismo frente al absolutismo, en el que los representantes se limitaban a vehicular las demandas de los diferentes estamentos. Y, por otro, porque los representantes del Congreso no lo son en exclusiva de los territorios en los que han sido elegidos, como pretenden los nacionalistas (y mucho menos solo de quienes les han votado), sino que lo son de toda la nación, en fórmula de Rousseau. De hecho, todos han sido reunidos allí para defender el interés general. Eso que hoy se echa tanto en falta.

*Periodista