Pocas cosas más asombrosas que el papel de los intelectuales durante el procés. Jordi Amat analizaba en La conjura de los irresponsables el regreso de Artur Mas a Barcelona en 2012 después del fracaso (buscado) de su negociación con Rajoy sobre la financiación autonómica: en un ejemplo asombroso en una democracia liberal, algunos intelectuales posaron junto al president en uno de los actos inaugurales del procés. Algunos lo apoyaron porque estaban convencidos. Otros miraron a otro lado: tienen una jerarquía del mal donde lo peor es lo que piense la derecha española. Expertos en antipluralismo preocupados por las derivas iliberales en Europa eran incapaces de ver lo que pasaba en la puerta de su casa, aunque tenían una sensibilidad finísima para detectar señales fascistoides en el Estado español.

En muchos casos operaba lo que Félix Romeo llamó la venalidad del mal: el apoyo al independentismo era recompensado. En otros ha habido un elemento de frivolidad, donde quienes se alineaban con los poderosos se presentaban como voces progresistas, asistentes de la utopía. Cada uno escogía la hojarasca retórica necesaria para dignificar un proyecto antidemocrático. Algunos tendrían buenas intenciones; también es posible que otros pensaran que si las cosas iban mal el sistema vendría al rescate.

La filósofa Marina Garcés fue llamada a declarar en el juicio del procés por una de las defensas. La sentencia describe su testimonio como «manifiestamente prescindible». La filósofa se dedicó a valorar más que a describir («había gente como yo, de manera individual (...) compartiendo, hablando (...) teníamos la sensación de una curiosidad compartida»), y a explicar cuestiones sobre su estado de ánimo o percepción («yo aluciné»); o a consultar el tiempo que llevaba sin tomar café con Cuixart. En el programa Planta Baixa de TV3, pidieron a Garcés que evaluara lo que el tribunal opinaba de su testimonio. La valoración, dijo la filósofa, era «grotesca» y «usaba la vía de la humillación» para silenciar «una voz». No sorprendía la total falta de neutralidad del programa, donde se llamaba a la «huelga» para protestar por la sentencia. Pero me imaginaba a Sartre o Fanon comentando en una tele pública de un Estado supuestamente opresor lo que había dicho de ellos un órgano judicial. Lo peor era que según el tribunal no había nada transgresor o subversivo en las palabras de la intelectual revolucionaria: era un atrezo en una función narcisista, y la valoración jurídica parecía anticipar la evaluación intelectual. H @gascondaniel