Hace algunos años encontré a Rodolfo Martín Villa en un restaurante madrileño, donde estaba almorzando con Landelino Lavilla. Me acerqué y en broma le dije: «No se puede imaginar usted cuántas veces mis amigos y yo solicitamos su dimisión». Se echó a reír, me invitó a sentarme y me contó algunas cosas que no sabía de la Transición.

A finales de los años setenta, los estudiantes exigíamos la dimisión de Martín Villa por ser el ministro del Interior que más cera daba al personal y por representar una cierta continuidad formal con el régimen franquista. La historia terminaría por reconocer sus méritos en la Transición, a la sombra de Adolfo Suárez, pero en la última sesión parlamentaria Pablo Iglesias lo metió en el saco de los políticos corruptos de la derecha, entre los que el líder de Podemos citó a Cánovas, a Calvo Sotelo y un largo etcétera.

La visión de la historia de España que Irene Montero y Pablo Iglesias engranaron en el Congreso de los Diputados fue parcial, meramente enfocada desde el punto de vista de la corrupción.

Sería como si analizásemos la historia del comunismo, de Lenin, Stalin, Fidel Castro y Che Guevara exclusivamente bajo la óptica de las sentencias de muerte que ordenaron ejecutar, reduciéndolos tan sólo a una partida de asesinos, quedando sus méritos políticos o sociales preteridos por el derramamiento de sangre.

Sería como si analizásemos las monarquías teocráticas de Austrias, Estuardos o Borbones desde el exclusivo punto de vista del amor en sus cortes, minimizando la actividad de sus reinos, sus armadas y conquistas, sus impuestos y revueltas a una serie melodramática de intrigas de baile y alcoba.

Sería como si analizásemos la vida de los grandes descubridores, Marco Polo, Colón, Heyerdhal, desde el punto de vista de sus financieros o banqueros.

La historia, que no existe como ciencia, es tan fácilmente manipulable, según la fuente, como poco verosímil en sus casi siempre sesgadas conclusiones. Por eso, más que pontificar o dogmatizar, es mejor conocer en profundidad el pasado, consultar todas las fuentes, abarcar las más amplias panorámicas de las épocas y períodos históricos y extraer, más que verdades, enseñanzas circunstanciales. En la historia no hay principios ni leyes, solo acontecimientos.