No los llamábamos Apple, sino Macintosh. «Yo soy de Mac» decíamos, muy bajito porque suponía un enorme hándicap. Los documentos que generábamos eran difícilmente compatibles con los de nuestros clientes o empleadores, todos usuarios de PC, así que éramos una molestia, una excepción a la norma, una extravagancia, nunca una ventaja. Eran los años 80, yo vivía de mis artículos y traducciones. Me las ingeniaba para entregarlos en formato legible, pero no siempre funcionaba. Deshacer y prevenir las incompatibilidades informáticas suponía una carga extra que al mismo tiempo nos permitía conocer nuestro ordenador, su lenguaje, su lógica.

Ayudaba que el sistema Macintosh fuera intuitivo, que los manuales estuvieran cuidados, bien escritos y maquetados, pensados para todos los usuarios. Te ofrecía la posibilidad de ser dueño de tu aparato y tomar decisiones. Aprendí a abrir las tripas de la máquina y ampliar su memoria, conectar un módem, un fax, el lector para los disquetes floppy. Entonces no había portátiles, si existían eran carísimos, así que llevaba mi pequeño Macintosh Classic en su práctica funda con asas a todos lados. Luego tuve un LC y más tarde mi primer portátil con el que me largué al extranjero. Era 1993, obtuve mi primera dirección de correo electrónico. Aprendí a surfear la red siempre leal a mis Macintosh, en ese estilo cercano a la gente, aunque en España siguiéramos siendo minoría y nos tuvieran ojeriza muchos años más. Si tenía que acercarme a un PC, me resultaba además de feo, ortopédico, pero, como el ambiente laboral en el que iba entrando, el audiovisual, tenía cierta familiaridad con Mac, apenas tenía que hacerlo.

Lo explicó muy bien Umberto Eco en 1994: el mundo se dividía entre usuarios de Mac y de PC, era una lucha de religiones, peor que ahora Ios vs. Android. Para Eco, Mac era católico, el PC protestante. «Macintosh es contrarreformista (…) alegre, amigable, conciliatorio, les dice a los fieles cómo deben proceder paso a paso para alcanzar -sino el Reino de los Cielos- el momento en el que su documento se imprime. Es catequista: la esencia de la revelación es tratada a través de fórmulas simples e iconos suntuosos. Todo el mundo tiene derecho a la salvación. MS-Dos es protestante, o incluso calvinista. Permite una interpretación libre de la escritura, demanda decisiones personales difíciles, impone una sutil hermenéutica en el usuario y da por hecho que no todos pueden alcanzar la salvación. Para hacer funcionar el sistema necesitas interpretar el programa tú mismo: el usuario está encerrado dentro de la soledad de su tormento interior». Para Eco, con Windows el MS-Dos se acercó a la tolerancia controrreformista del Mac, pero no era más que apariencia, un mero cisma del mundo anglicano. Por aquel entonces, a pesar de ser minoría, practicar la jubilosa religión Mac compensaba. No tenías la impresión de estar al servicio de la marca, sino de que la marca, los ingenieros y diseñadores pensantes, trabajaban para ti. Cavilaban sobre la comodidad y la estética, la eficacia y la resistencia de lo que te vendían. Había una transmisión de optimismo y respeto. Soy usuaria nativa de Mac porque lo era mi padre del que heredé mi primer ordenador, un Amstrad, invento británico revolucionario; luego el segundo, el Classic.

Mis hijas no podrán decir lo mismo pues, para el momento en que dejo de usar mis equipos, aunque funcionen, no son operativos. Como antigua practicante de una atávica religión amada, tengo el trastero cual capilla, lleno de reliquias obsoletas, vehículos sagrados de valores trasnochados. Siento que hoy la ingeniería es muy secundaria. Lo primero es el márketing y leo con tristeza que mis sospechas son una realidad: Apple tiene varias denuncias en EEUU por ralentizar sus equipos a propósito. No persigue que tu ordenador, teléfono, tableta duren, sino lo contrario: que sean inoperantes cuanto antes. Qué decepción. Como todas las compañías de tecnología, Apple nos ha hecho prisioneros de sus estrategias comerciales.

Ya no podemos surfear, sino que damos brazadas arrastrados por un río caudaloso, entre rápidos, torrenteras y cascadas. Lo único que podemos controlar es que el golpe no duela demasiado, porque el golpe, la rapidísima obsolescencia de nuestros aparatos, es certero. Siendo devota, sería pecado tirarlos al contenedor de reciclaje. Quizá pida en mi testamento que me entierren con ellos, en memoria de unos tiempos felices, pero definitivamente pasados.

*Escritora y guionista