El funeral de Diego Armando Maradona se convirtió en una desmedida orgía de pasiones populares, incluido el riesgo de graves disturbios en el centro de Buenos Aires. Allí, la práctica ausencia de medidas sanitarias de seguridad y la inmensa multitud congregada, cientos de miles de hinchas amontonados en la plaza Dos de Mayo y aledaños, perfectamente pudieron combinar un grave foco de contagio para una epidemia de coronavirus que, es de temer, vuelva a disparar en Argentina sus cifras de contagio a raíz de la descontrolada manifestación de duelo por el futbolista fallecido.

Personaje que, al margen de sus habilidades con el balón, nunca demostró otros méritos susceptibles de semejante veneración.

Nada tuvieron de ejemplares sus relaciones con las mujeres. Fueron varias las que soportaron (pero que tan sólo ocasionalmente denunciaron) sus malos tratos. En cualquier otro caso (Woody Allen, sin ir más lejos), ese comportamiento machista y agresivo habrían supuesto una casi universal condena, pero “al Diego” se le toleraron sus desmanes, con particular indulgencia desde una prensa deportiva que siguió disfrutando con sus estupideces, divulgando sus bravuconadas e insultos, ignorando sus adicciones y dando cancha a cada una de sus payasadas, cada vez menos graciosas, si alguna vez lo fueron, más y más patéticas a medida que pasaba el tiempo y el crac se craquelaba en un espejo roto.

Particularmente bufonescas fueron sus intervenciones “políticas”, cuando, jugando a Robin Hood, se entrevistaba con Castro, Chávez y otros héroes de su imaginario izquierdista, revolucionario, peronista o vaya a saberse qué… Gordo, lento y torpe, fumándose un cohiba de doscientos euros y bebiendo ron añejo mientras mostraba sus ridículos pendientes de diamantes o el tatuaje del Che Guevara, navegaba en velero de lujo, volaba en jet privado y rompía habitaciones de cinco estrellas vociferando sobre los derechos de los pueblos supuestamente oprimidos, a quienes grandes líderes, grandes voces, como la de Evo Morales o la suya propia contribuirían a liberar de cadenas, de la misma manera que él se había zafado de la zaga inglesa para marcar un gol “con la mano de Dios”.

El deportista fue un monstruo; el hombre, también.