Qué lejos quedaron los tiempos en los que la educación física y, por ende, la práctica deportiva estaban condenadas a un papel secundario en la formación escolar. Se trataba de asignaturas marías, cuando no meras actividades de esparcimiento; dentro de la órbita femenina, el ejercicio corporal estaba particularmente relegado. Pero a lo largo de las últimas décadas, la Organización Mundial de la Salud y los sucesivos dictámenes de la medicina preventiva se han esforzado por evidenciar hasta qué punto aquella era una perspectiva errónea; tan efectivos se han mostrado en su argumentación que asistimos a un espectacular vuelco de la situación hasta el extremo opuesto, el empacho deportivo, atracón especialmente peligroso cuando se traduce en ascender a una cima lejana sin el material y experiencia necesaria o correr un maratón sin la preparación y el mínimo entrenamiento exigible.

Ciertamente, hacer deporte está de moda y, desde luego, constituye la mejor arma contra los riesgos de la vida sedentaria, lacra que afecta directamente a la salud, origen de obesidad y en la base de muchas de las dolencias típicas de una sociedad acomodaticia. Sin embargo, no todos se suman a la actividad física; unos porque no quieren, otros porque creen que no pueden. Para estimular a estos últimos, han surgido loables iniciativas, como la de los Duendes de Nueva York, apadrinada por Irene Villa y Paco Roncero, quienes, a través de su participación en el emblemático maratón junto a un grupo de pacientes crónicos aquejados de diversidad funcional, quieren manifestar que una razonable actividad física, de acuerdo con las posibilidades de cada cual, contribuye a su salud física y mental. Son ejemplos para emular, sin hacer un mito de ellos. Realidades de aquí y de ahora. *Escritora