La Feria del Libro de Calatayud, que va por su octava edición, me concede el honor de nombrarme su pregonero y lo acepto con mucho gusto tanto por mi relación con los libreros de la ciudad como por la magia que la vieja Bilbilis tiene para mí, con sus misteriosos paisajes, tan sugestivamente fotografiados por Pepe Verón, y su riquísima y variada historia.

Precisamente de un autor histórico, hispano y romano, Marco Valerio Marcial, hablé en mi pregón. Nacido en Bilbilis en el siglo uno de nuestra era, fue contemporáneo de Nerón y de Séneca, con quien Marcial paseaba y filosofaba por el Foro.

Como es sabido y reconocido, Miguel de Cervantes pudo presumir, al publicar El Quijote, de ser el primer escritor que narraba de aquella manera, que novelaba. Pero, leyendo con atención los epigramas de Marcial, esas breves y prodigiosas piezas de tan diversos temas contenidas en su Libro de Espectáculos, me asalta la duda razonable de si el bilbilitano no se habría anticipado en milenio y medio al creador de Quijano.

Porque entre los recursos literarios de Marcial destacan y brillan resortes propios del novelista: la observación y traslación a pluma y papel (en este caso a cálamo y arcilla) de los «tipos» cotidianos, personas reales, de la Roma de entonces, patricios, libertos, esclavos, cristianos a quienes Marcial retrataba literariamente, sin ocultarnos sus vicios o defectos. Con una libertad absoluta (mayor, diría, que la existente hoy en día), sin prejuicio alguno, y con un sentido del humor tan agudo y extraodinario como sólo del que un aragonés universal, como Marcial, podría presumir. Porque, aún siendo el nacimiento del Reino de Aragón muy posterior, ya en Marcial se detectan fácilmente las características de lo aragonés, como en sus epigramas, insisto, se perfilan características de la futura novela.

Lean, si no, las piezas literarias de este genio universal que escribía en latín, y que, sufriendo y gozando en Roma, echaba de menos, con poética nostalgia, las laderas del monte Cayo (Moncayo) o la suave corriente y el lago de las ninfas del río Alhama. Sus recuerdos de «la alta Bilbilis, famosa por sus caballos, y del poco profundo Saón (Jalón)», nunca le abandonaron.