Cuatro décadas después de los grandes consensos forjados en la Transición española -la Constitución, en el terreno político; los pactos de la Moncloa, en el socioeconómico-, los políticos están echando cuentas sobre la investidura. Se trata de una aritmética cortoplacista, centrada en aprobar por la mínima, con las abstenciones de por medio, una investidura en segunda vuelta. Sin embargo, los grandes retos pendientes exigirán después fraguar mayorías parlamentarias mucho más amplias.

Sí, cuatro décadas después de los consensos constitucionales hay que renovar el contrato social. Rousseau, en su libro de referencia, daba una fórmula: cuanto más importantes son las deliberaciones, más debe acercarse a la unanimidad la opinión resultante. En sintonía con esta regla, nuestra Carta Magna exige la mayoría absoluta del Congreso para la aprobación de las leyes orgánicas y una mayoría mucho más amplia -dos tercios de ambas cámaras, disolución de las Cortes, ratificación del texto por las nuevas cámaras y referéndum final- para una reforma constitucional de calado.

Estas son las reglas de juego, que a menudo se olvidan, para renovar el contrato social y afrontar los grandes retos pendientes. Todos los partidos del arco parlamentario -también los nacionalistas- deberían sumarse a esta tarea: la puesta al día de la Constitución, medidas de regeneración democrática y unos Pactos de la Moncloa del siglo XXI para decidir qué modelo social queremos -del sistema de pensiones a la sanidad, del impacto del cambio climático a los nuevos retos de la inteligencia artificial- y de qué fiscalidad nos dotamos para financiarlo. Todo ello en el marco europeo de referencia.

Sí, cuatrodécadas después de los consensos constitucionales estas son las asignaturas pendientes si se quiere superar la triple quiebra que se ha venido acrecentando en la última década: la fractura social, con el impacto en la clase media del último ciclo de crisis económica; la pérdida de confianza en la política, con los casos de corrupción sistémica que han salpicado en distinto grado a los grandes partidos, y la cuestión catalana, con la huida hacia delante del independentismo, un nacionalpopulismo que se alimenta también de la quiebra social y política española.

Sí, cuatro décadas después hay que renovar el contrato social para defender el sistema de referencia: la democracia liberal y el Estado de bienestar. Como escribí en su día, este es el sistema al que España se incorporó tardíamente y que acabó con la política antisistema que representó el franquismo: dictadura y autarquía. Este es el sistema de democracia deliberativa y consensual que alumbró la Constitución y que ha proporcionado el periodo de mayor libertad política, progreso económico y bienestar social de la historia de España.

Este es el sistema que se consolidó con el ingreso en Europa (1986) y nos acercó a los estándares comunitarios. Este es el sistema en el que España fue incluso pionera en la promoción de derechos de nueva generación: paridad, matrimonio entre personas del mismo sexo, dependencia. No se trata de situar la frontera del debate público entre la nueva y la vieja política, sino entre la buena y la mala política.

Hay que reivindicar la política como la forma civilizada de resolver los conflictos. Es la hora de rehacer los consensos de la Transición. Sí, cuatro décadas después España necesita un presidente y líderes políticos que no miren tanto las encuestas, que no sean rehenes de la demoscopia y que sean también capaces de establecer un mínimo común denominador que asegure otras tantas décadas de progreso.

Puede que este planteamiento sea naíf, pero la alternativa es volver a la política frentista, a la dialéctica guerracivilista que se ha impuesto en las últimas campañas electorales. La lógica de las dos Españas fue precisamente la que se superó en la Transición. Emergió una tercera, pacificadora y reconstructora, que ahora está en grave riesgo de quiebra. Una investidura bajo mínimos o, en su defecto, otras elecciones anticipadas acrecentarían las fracturas (y las facturas).

Vuelvo al inicio. Los líderes políticos -no he utilizado en todo el artículo nombre ni sigla alguna- están echando cuentas sobre la investidura, en una especie de cuenta de la vieja que olvida los retos políticos y socioeconómicos pendientes. Entre tanto, en Madrid, en los cenáculos políticos, se suele repetir que no hay que abrir el melón de la reforma de la Constitución. A quienes así lo dicen, respondo a menudo que corren el riesgo de que el melón se les pudra en las manos.

*Periodista