Con tanto centralismo emboscado en el estado de alarma, me inquieta la posibilidad de que la valoración del Estado de las autonomías sufra un retroceso. Me preocupa que, a pesar de que las competencias sanitarias están transferidas a las comunidades autónomas desde hace casi 20 años, algunos puedan pensar que quién ha hecho frente a la pandemia ha sido, en exclusiva, el Gobierno central y que los gobiernos autonómicos han actuado como simples comparsas, a modo de convidados de piedra u obstinados demandantes de ayudas. Me preocupa que, a pesar de las innumerables críticas dirigidas al Gobierno de Sánchez, pueda quedar en el subconsciente de muchos ciudadanos que, ante crisis como la del coronavirus, es preferible contar con un Estado centralista fuerte, que con un Estado autonómico descentralizado. Sobre todo, para aquellos que confunden autoritarismo con autoridad y no pierden la ocasión para zarandear el modelo territorial de la Constitución del 78.

Piense el lector lo que hubiera sido de la sanidad aragonesa hoy, si las competencias y servicios no se hubieran transferido a Aragón hace 18 años. Porque, a pesar de lo que algunos puedan creer, algún día habrá que recordarles las grandes mejoras que se han realizado en la sanidad aragonesa -incluyendo la unificación de todos los servicios sanitarios desperdigados por Aragón- desde el mismo momento en el que se transfirieron. Basta con que pregunten al exconsejero Alberto Larraz o al exgerente del Salud Alfonso Vicente para que lleguen a asombrarse de lo mucho que se hizo entonces y que hoy ha servido para hacer frente con eficacia el maldito virus. Este mismo periódico publicaba en abril un reportaje que, con el título «Un hercúleo traspaso de competencias» ilustra bien la situación que se vivió.

La autoridad y la energía de un Estado descentralizado, supone una fortaleza mayor que la de un Estado centralista, miope casi siempre, que no ve más allá de las narices de su capital, y cuya única pauta es la imposición de su única idea: el poder en exclusiva. Sin embargo, como dramática curiosidad en relación con la pandemia, fue primero la Comunidad de Madrid la que, el 9 de marzo, ordenó el cierre de institutos y universidades; cinco días antes de que el Gobierno de España decretará el estado de alarma y hubiera autorizado la manifestación feminista del 8 de marzo, que, desde luego será recordada. Ese mismo domingo un párroco de Zaragoza aconsejaba a los fieles no darse la paz en la misa, por razones higiénicas.

El buen hacer de todas las comunidades autónomas haciendo frente al coronavirus, desde la competencia sanitaria -tan aplaudida desde los balcones- merecía más atención por parte del centralismo irredento. Por ejemplo, dejando que fueran los territorios autonómicos y locales los que, por su proximidad a la realidad, gestionaran la desescalada, de acuerdo con unas normas generales que deberán ser aprobadas en el Parlamento, previo acuerdo de las fuerzas políticas. Tengo la impresión de que por esos derroteros anda el presidente Lambán, cuando dice lo que dice, en defensa exclusiva del interés de Aragón y de los aragoneses. De esta forma, más seguro estaríamos todos. Estoy seguro de que nunca se le hubiera ocurrido que dos que duermen juntos, fueron separados en el coche, por ejemplo.

Menos mal que, además, tenemos la televisión autonómica -otra pica en Flandes- gracias a la cual los aragoneses nos enteramos de lo que, al parecer, no sucede en el mundo porque no lo dicen las televisiones residenciadas en Madrid.

Mi temor a una posible escalada centralizadora desapareció cuando Marcelino Iglesias me envió, a modo de recordatorio, un largo whatsapp que resumo así: «Pienso en esas mujeres que trabajan en los servicios comarcales, que con pocos medios y apenas un sueldo de 800 €, se han enfrentado al virus en esos pueblos perdidos del Aragón profundo, atendiendo a los contagiados, limpiándolos, dándoles la comida y, sin ningún reconocimiento, ni fotos, ni telediarios, ni aplausos. ¡Esos son mis héroes!» Cómo se nota que cuando pusimos en marcha la comarcalización de Aragón -el proyecto descentralizador más importante de Europa- el presidente Iglesias lo apoyó hasta el final. A pesar de que venía de presidir una diputación provincial. Rotundamente, decimos sí a la descentralización y si es en cascada mejor: del Estado a las comunidades y de estas a las entidades locales que, según las leyes, en Aragón son tres: provincias, comarcas y municipios. Un modelo descentralizador que sirve para el virus y para la despoblación. Relean -qué vanidad la mía- mis artículos en EL PERIÓDICO DE ARAGÓN referidos a la despoblación y añadan lo dicho en este. Espero que les sean útiles.

Aragón debería defender, cuidar con mimo y desarrollar con más energía dos ideas imprescindibles para su exigencia y su futuro: el autogobierno y su hijuela, un modelo territorial propio. Con este par de ideas, un liderazgo claro y algunas colaboraciones desinteresadas, Aragón estará en condiciones de salir de la crisis y aprovecharla para hacer las reformas que el mundo estará obligado a hacer después y que España parece incapaz de acordar. Los aragoneses tenemos una gran oportunidad que no deberíamos desaprovechar.