Parece ser que en septiembre la nueva ley de educación aprobada por el Partido Popular va a comenzar a implantarse. Es obvio que esta implantación acelerada conlleva la necesidad de adaptar el material curricular (sobre todo, los tristemente famosos libros de texto), lo cual se traducirá en un considerable aumento del gasto de las familias. ¿Qué pasará con las que no puedan hacer frente a ese desembolso suplementario? Si esta ley introdujera algún planteamiento curricular innovador, o modificara la estructura organizativa del sistema escolar y de las propias escuelas, podría tener alguna justificación la elaboración de nuevo material curricular. Pero, por desgracia, no es así. Deja en vigor todo el andamiaje estructural que fue diseñado en la ley socialista de 1990, a pesar de que hoy se dispone de multitud de datos serios y rigurosos que demuestran que ciertos tramos, como es el caso de la enseñanza secundaria obligatoria (ESO), han sido un auténtico fracaso. Se podría afirmar sin temor a errar que las únicas modificaciones que introduce esta ley son cuantitativas, con la sola excepción del papel tan preponderante que adquiere la religión católica y del diseño de una escuela más excluyente.

Como era de esperar, a la vista de las primeras orientaciones dadas por las administraciones responsables de la política educativa, ya han surgido las discrepancias entre el profesorado que imparte las distintas asignaturas. No hay más que leer las cartas que los ciudadanos envían a los periódicos desde hace unas pocas semanas, y las entrevistas que algunos diarios han hecho a profesores de las distintas materias, para darse cuenta de que ha generado una batalla entre el profesorado. Quienes imparten materias cuyas horas semanales aumentan (como las Matemáticas) defienden que ese aumento es absolutamente necesario. Por el contrario, aquellos que imparten materias cuyas horas disminuyen, se llevan las manos a la cabeza y prevén un cataclismo nacional en la formación de los escolares.

Yo pienso que tanto los unos como los otros no son tan tontos como para creer que el aumento o el descenso del número de horas semanales dedicadas a una materia mejora o empeora la formación académica de los estudiantes. No es necesario ser un experto en Pedagogía para saber que la calidad del sistema educativo no depende de aspectos cuantitativos tan burdos, sino de la preparación y motivación de los profesores, y de la flexibilidad curricular y organizativa. Cuando la calidad didáctica de un profesor, o profesora, es excelente, el nivel de los alumnos es óptimo y cuando esa calidad es pésima, dar más de lo mismo solo sirve para que los estudiantes aprendan menos y para que acaben odiando las asignaturas.

Eso es tan evidente que lo entiende cualquier persona con sentido común. Una ley de educación que desprecia los factores cualitativos del proceso de enseñanza-aprendizaje, solo puede generar discusiones sobre el reparto de la tarta entre el profesorado. Y esto es lo que está sucediendo antes de comenzar a implantarse. El debate en pro de la calidad del sistema educativo se ha transformado en una pelea de patio de recreo en la que a cada cual lo único que le interesa es conseguir algunas más horas semanales para su asignatura, o luchar para no perder las que ya tiene asignadas. Eso sí, los púgiles de ese ring virtual dicen que lo hacen pensando en la mejora de la formación de los niños y jóvenes. Faltaría más.

El profesorado, los sindicatos y las asociaciones de padres se quejan, con razón, porque no han sido consultados. Sin embargo, viendo el sesgo partidista de esas entidades sociales, no creo que el panorama actual fuera diferente de haberse realizado la consulta. Lo que a mí me sorprende es que nadie reivindique que sean consultadas las auténticas víctimas de este pésimo sistema educativo que tenemos: el alumnado. Si esa consulta se hubiera realizado comprobaríamos que la alternativa no es aumentar o disminuir el número de horas semanales de unas o de otras asignaturas, tal y como se desprende de una modesta encuesta que he llevado a cabo en alumnos de la ESO (240 alumnos de dos institutos públicos).

Una cuarta parte de esos chicos y chicas piden menos horas de docencia semanales, clases más prácticas y motivadoras, menos deberes para casa, prohibición de repetir curso, potenciar el aprendizaje cooperativo en el que alumnos mayores y mejor preparados ayuden a los menos dotados, sustituir los libros de texto por bibliotecas de aula bien dotadas, o que todas las escuelas sean bilingües. Dentro de ese grupo, los más radicales afirman que la única solución es cerrar los actuales institutos y sustituirlos por otros que sean educativos, con un profesorado que, además de instruir, se ocupe de los problemas personales del alumnado.

Esas son las reivindicaciones de la minoría más concienciada. Las del resto (algo más de las tres cuartas partes) tienen como denominador común la demanda de un modelo de escuela donde se puedan obtener altas calificaciones esforzándose lo menos posible, o incluso nada, lo cual parece lógico en una sociedad en la que el éxito radica en ser más corrupto que los demás y en el quítate tú para que me ponga yo.

Catedrático de Pedagogía jubilado de la Universidad de Zaragoza