Demócrito, cuyo nombre significa elegido por el pueblo desarrolló en el siglo V a C la teoría atómica del universo, según la cual los átomos, además de ser eternos, indivisibles, homogéneos, indestructibles e invisibles, son partículas de materia que no pueden dividirse en otras más pequeñas.

Átomo significa «que no se puede cortar». En griego moderno, la palabra átomo significa persona o individuo. La palabra que en español utilizamos para designar al individuo humano es persona, que viene del latín personare, que a su vez viene del griego prósopon, que significa «delante de la cara» y que hacía referencia en la Grecia clásica a la máscara que los actores se ponían para actuar y que tenía como función hacer resonar su voz. Con el tiempo, por arte de metonimia, pasó a designarse al actor con el término máscara, de ahí que prósopo signifique también persona en griego moderno.

Así las cosas, parece que la persona es el resultado de superponer una máscara a un ente que no puede ser cortado o subdividido en trozos más pequeños.

El gran logro de la Ilustración fue hacer que la sociedad empezara a considerar al individuo como sujeto digno de protección y titular de derechos, es decir, como entidad cuya cualidad atómica debía ser salvaguardada. Antes de la Ilustración, la historia antigua nos dice que en la Grecia de Solón, poco antes de la de Demócrito y la de Sócrates, y--a surgió una preocupación similar y que una incipiente idea de democracia resultó de dejar de considerar a la persona como mercancía y de eliminar en consecuencia la posibilidad de que su libertad pudiera verse hipotecada por las deudas.

Ahora que vivimos en democracia y que los actores ya no necesitan máscara para hacer resonar su voz; ahora que el acceso a la información es infinito y que cualquier persona puede hacerse oír a cara descubierta u oculto tras una identidad ficticia; ahora que, al menos en occidente, nadie duda del valor intrínseco de cada individuo; ahora resulta paradójicamente necesario seguir preguntándose si verdaderamente somos titulares de la libertad que creemos tener o si más bien hemos renunciado a ella y a nuestra individualidad, a cambio de la posibilidad ilimitada de ponernos máscaras.

El auge de las redes sociales supone enormes dificultades para el triunfo de la verdad documentada, sobre el rumor, sobre la falsedad o sobre la fe ciega en postulados ideológicos no sujetos a crítica. El enfrentamiento de la verdad del átomo frente a la impostura de la máscara es más actual que nunca.

Ahora que estamos en plena campaña electoral para renovar a la mayor parte de nuestros gobernantes, los mecanismos de representación y delegación con que hemos simplificado la democracia deberían exhibir más que nunca sus convicciones democráticas. Sin embargo, la falta de democracia en el funcionamiento de los partidos políticos es el principal enemigo de la democracia. Los partidos políticos, debido a la insuficiencia absoluta de mecanismos de control, se han convertido en maquinarias despiadadas cuyo único objetivo es ganar elecciones para acceder al poder. Lo que debería ser un medio para poder trabajar por el bien común se convierte y pervierte en un fin en sí mismo.

El proceso se asemeja a un infernal baile de máscaras en el que los átomos son sistemáticamente clasificados, troceados o eliminados al ritmo de una melodía que consta tan solo de dos notas: el sectarismo y el clientelismo. Echando un vistazo al panorama general, se diría que los partidos políticos aborrecen los procedimientos democráticos y que cuando los practican, como en el caso de las primarias, es de cara a la galería y poniendo todos los medios para hacerlos ineficaces. Se impone una revisión de la ley de partidos políticos, una nueva norma, tal vez basada en el modelo alemán, que introduzca controles externos sobre los procesos de primarias y que obligue a que en el interior de los partidos exista una verdadera separación de poderes.

Los supervivientes de ese baile de máscaras que es una campaña electoral, ya no son átomos, ya no son personas, ya no son ni siquiera máscaras. Por supuesto no son modernos demócritos, sino simples vencedores de una batalla, a los que llamamos gobernantes y de quienes hemos de esperar que nos consideren al menos tan importantes como para tratarnos como empezó a hacer la Grecia de Solón hace la friolera de 26 siglos.

*Escritor