No fue el primero, ni el único escritor que creaba ficciones con una máscara delante, pero siempre había una, griega o veneciana, o una calavera en el escritorio de André Gide, para recordarle que la naturaleza humana está enmascarada y que solo con la indagación es posible llegar a intuir lo que se esconde bajo sus capas y disfraces, debajo incluso de sus huesos.

El coronavirus va a imponer el uso generalizado de las mascarillas sanitarias. Que no son máscaras, claro, pero que también ocultarán parte de nuestros rasgos a la vista de los demás. Tendremos que acostumbrarnos a actuar socialmente con ellas, a hablar con voz tomada, y afectada la expresión, el temperamento, por la psicosis de la máxima protección al contagio.

Los políticos, habituados a la máscara, ajustarán sus mascarillas sobre ellas embozándose doblemente, de manera que ni siquiera Gide lograría elucidar sus intenciones.

La mayoría, comenzando por el presidente Pedro Sánchez, han elegido la máscara de la solidaridad. Inés Arrimadas ha encontrado en el desván de la historia la máscara de Adolfo Suárez en los pactos de La Moncloa, que quiere reeditar (a buenas horas, mangas verdes). Pablo Casado lleva tiempo intentando quitarse la máscara de José María Aznar, pero no tiene otra. Santiago Abascal porta la máscara de Torquemada, dispuesto a enviar herejes a la hoguera de las ideas y a esgrimir antorchas contra el infiel e ilegal magrebí. Pablo Iglesias luce la máscara de El Zorro, listo para emboscarse en los caminos del voto y atracar a los ricos para dar el botín a los pobres. Salvador Illa lleva una máscara de médico, pero nadie se fía de sus recetas. Fernando Grande-Marlaska se ha puesto la máscara del Gran Hermano, y parece que no le disgusta…

De vez en cuando, otras voces les piden que se bajen las máscaras, los sueldos, o del coche oficial. La solución entonces, para nuestros enmascarados dirigentes, consiste en convocar la mascarada de una rueda de prensa, hablar del «pico» (pero no de los tres millones y pico de parados,) y aguantar hasta el día siguiente (a mil muertos por jornada).

País de capas y bozos, y Esquilaches: España.