El debate sobre el uso de mascarillas por parte de toda la población es un asunto que está sobre la mesa desde el inicio mismo de la crisis sanitaria del coronavirus. En un principio, no se aconsejó su uso más allá de los pacientes infectados y de las personas directamente implicadas en su curación o en una actividad de riesgo por su continua exposición pública. Es el criterio que aún predomina en la Organización Mundial de la Salud (OMS) y que han mantenido hasta ahora expertos que han asesorado a las diversas administraciones. Los expertos recuerdan que las mascarillas, más que proteger al usuario, tienen siempre que se utilicen correctamente un cierto efecto reduciendo la propagación a terceros, que no sustituye el de otras medidas de precaución.

Las más reciente modificación de los criterios de prohibiciones y consejos de distintos expertos recomienda el uso generalizado, para toda la población, de las mascarillas (aun siendo de las más sencillas, las de tela o las caseras, que cubran boca y nariz), al salir a la calle o al entrar en los comercios permitidos.

Es también una previsión que el Gobierno español estudia la posibilidad de aplicar, y su asesor científico Fernando Simón ha indicado que seguramente será necesaria incluso cuando se entre en una primera fase de relajación del confinamiento. Es cierto, asimismo, que hay escasez del producto en ámbitos absolutamente necesarios. Un carencia, en parte explicada (como contamos hoy en estas páginas) por la competencia inclemente entre países por su adquisición en el mercado internacional, que ha dejado sin un elemento básico de protección al personal que trabaja en primera línea con los enfermos y población especialmente sensible, y castigada por la epidemia, como los ingresados en las residencias de ancianos. El acceso a este material, y las oscilantes recomendaciones sobre su uso, han sido uno de los aspectos más deficientes de la respuesta pública ante la epidemia.