La consternación y la ira que despertó ayer en la derecha el envío al Supremo de las investigaciones sobre el ya famoso máster de Casado podían haberse evitado. ¿Cómo? Pues atendiendo a las reglas éticas y estéticas que deben regir en cualquier partido democrático, asumiendo que era imposible llevar a lo más alto de su dirección a una persona que cargaba con el lastre de un título universitario bajo sospecha. Pero en el PP, y eso es lo más perturbador de todo, se empeñaron en que aquello no tenía importancia, valiente tontería. Ayer, los más adeptos exhibían su rabia culpando a la jueza Carmen Rodríguez-Medel, a la que acusaron de «izquierdista» pese a haber sido hasta hace bien poco asesora del ministro Catalá e integrante de la conservadora Asociación Profesional de la Magistratura. Después se achacó la desgracia a las malas artes del presidente Sánchez, e incluso a una venganza... ¡de Soraya Sáenz de Santamaría! Qué cosas.

Desde que se supo lo del máster de Cifuentes y luego el caso se amplió al propio Casado y a otras personas relacionadas con el PP, a nadie con dos dedos de frentes se le ocultó que aquello era un tongo con todas las agravantes. No un simple inflado del currículum, sino un presunto (y evidente) delito de falsificación y cohecho en toda regla.

Que, pese a todo, una mayoría de cuadros del PP eligiesen a Pablo Casado como presidente del partido y futuro candidato a dirigir el gobierno de España es insólito. Porque puede ser que el Tribunal Supremo se quite de encima el muerto archivándolo. Pero la duda razonable seguirá ahí. Y tampoco la despejarán aludiendo a supuestas irregularidades en la trayectoria académica de Pedro Sánchez y otros políticos (de lo cual no hay constancia alguna), o echando mierda sobre la Universidad española, en un ejercicio de burricie manifiesta y de absoluto desprecio a las cientos de miles de licenciados, graduados, másteres y doctores que se han ganado sus títulos con inteligencia y esfuerzo. Se llevaron a casa la bomba de efecto retardado. Y les ha estallado.