Adiós, adiós; bye; au revoir; arrivederci; adeus... ¡¡que te vayas de una vez!!

Así hemos despedido al ya pasado año, con un inmenso deseo de perderlo por fin de vista y, con él, expulsar de nuestra vida a todos los demonios que nos han acompañado durante tantos larguísimos meses. Queremos besos, abrazos, sinceros apretones de manos y todo lo que la pandemia nos ha robado, confinados en la soledad de un marco demasiado estrecho.

Y queremos que retorne la vida cultural, porque la salud no solo depende del cuerpo sino también de la mente y el intelecto precisa alimentos que la covid ha racionado hasta límites inviables. Salas y espacios que han bajado la persiana, muchos definitivamente; galas, ceremonias y actividades con un aforo restringidísimo, cuando han podido sobrevivir; el fantasma del paro y la ruina económica que acecha a muchos profesionales. Así mismo, el sector del libro ha padecido un severo quebranto, tanto para las editoriales como para los sufridos autores, aunque ya estamos más que acostumbrados a no obtener fruto material de nuestra labor, mientras que las librerías siguen esforzándose por explorar nuevas fórmulas para acercar el libro al lector.

¿Y la música? Pésimo panorama para los intérpretes que vivían de conciertos o festejos populares, los cuales no se han librado del eclipse absoluto de eventos. A pesar de todo, la música, especialmente la clásica, se ha erigido como un bálsamo purificador que a través de las ondas serena el espíritu y templa la levedad del ser. Es reconfortante escuchar en RNE a Martín Llade en 'Sinfonía de la mañana' o a Jon Bandrés en 'La hora azul', instantes supremos en los que la adversidad cotidiana se diluye y olvidamos el amenazador futuro inminente, cuyo desenlace se muestra tan esquivo para alentar la esperanza de retornar a la ansiada normalidad.