Un año más, desde que en 2005 la Asamblea General de la ONU estableciera el 27 de enero como el día para recordar a las Víctimas del Holocausto y de Prevención de los Crímenes contra la Humanidad, se celebran estos días múltiples actos tanto para mantener el recuerdo de las víctimas del pasado como para concienciar sobre los riesgos humanitarios del presente.

Razones para la preocupación no faltan, en un momento en que las sociedades europeas parecen incapaces para dar respuesta a la complejidad de la globalización de los conflictos, con fortalecimiento y reaparición de viejas ideologías xenófobas y discriminatorias que, manteniendo los rituales de la democracia, están accediendo al poder (o pueden acceder) con el único objetivo de preservar lo propio, lo particular, lo nacional, ante el peligro de «los de fuera» que sólo pueden traernos, dicen, aportaciones negativas, peligrosas y destructivas para nuestro bienestar. Y así, nos replegamos a «nuestras esencias», desconfiando de lo diferente y denostando a quienes de forma desesperada llaman a nuestra puerta huyendo de la guerra que les ha echado de su casa. ¿Estos son realmente nuestros enemigos? Falta empatía, pensamiento alternativo y también conciencia individual y colectiva para oponernos de forma efectiva a quienes se aprovechan, siempre, del desconcierto y atizan el miedo hacia los más débiles, hacia quienes han perdido todo salvo su afán por mantener su dignidad personal.

Un paralelismo preocupante con otras etapas de la negra historia europea y es en medio de este desconcierto donde podemos acudir, como un referente ético inigualable, al sentido que dieron a sus vidas quienes lograron sobrevivir a la liberación de los campos de exterminio en 1945. Los supervivientes vivieron aquellas jornadas con la consecuente alegría por recobrar la libertad, tantas veces soñada durante su internamiento y que parecía un objetivo inalcanzable. Días de libertad, de renovadas esperanzas, de horizontes que se abrían ante ellos cuando parecía que todo se acababa, de regresos y de reencuentros con las personas de quienes habían sido separadas. Pero también, días de recuerdo de quienes habían quedado en el camino ya fuese por debilidad, hambre, enfermedad, accidente, asesinato o víctimas de exterminaciones colectivas.

La libertad recobrada vino acompañada de la conciencia adquirida, del compromiso, de la necesidad colectiva e individual de mantener viva la memoria de lo que había sucedido en aquellos espacios de humillación y muerte.

En la nueva situación tomó sentido la resistencia, la lucha cotidiana contra la muerte, el anhelo y la recuperación de la vida. Pero no fue fácil. Se encontraron con dolorosas pérdidas familiares, con dificultades para sumarse a un entorno cotidiano nuevo junto a extraños a quienes sería muy difícil explicar su experiencia. Hubo muertes prematuras durante los siguientes meses o años y supervivientes a quienes el trauma de su deportación les impidió rehacer sus vidas. También hubo quienes optaron por el silencio y se llevaron su experiencia con ellos, pero, afortunadamente, otros decidieron dar testimonio para que todo el mundo conociese su verdad, superando, en ocasiones, un sentimiento de culpabilidad que les acompañó durante años. Samuel Modiano, superviviente sefardita, se interrogaba constantemente con un «¿por qué yo?» cuando había visto desparecer a su familia directa y a la práctica totalidad de la comunidad judía de Rodas y solo con el paso de los años comprendió el sentido de la vida recobrada: su testimonio.

Algo parecido a la experiencia de nuestro José Alcubierre, fallecido a principios de este 2017 que, con apenas quince años, fue deportado a Mauthausen junto a su padre Miguel (de Tardienta) y que conoció las circunstancias de su muerte tras haber sido separados en el campo austriaco. Empezó a hablar de mayor, instigado por su esposa para que diese a conocer su experiencia. Y bien que cumplió con su compromiso, testimoniando y acompañando varios años a las expediciones organizadas por la Amical de Mauthausen con estudiantes y familiares a los actos conmemorativos de la liberación. El valor de sus palabras, su simpatía y su voz entrecortada por la emoción nos ha acompañado varios años y ha ayudado a quienes tuvimos la suerte de asistir junto a él a aquellos actos de peregrinaje.

Muchas han sido las voces que han explicado, recordado y difundido lo que allí pasó. Que nos han dado cuenta de la constante humillación sufrida por las víctimas, del desamparo permanente, del desprecio por la vida ajena.... Pero también nos han recordado la necesidad de la resistencia, de la capacidad para ayudarse entre sí. Nos han transmitido el valor del internacionalismo como el mejor método para resistir en épocas aciagas. En los campos hubo múltiples ejemplos de colaboración entre prisioneros de diferentes procedencias, se crearon los comités internacionales (todavía en activo) y se sellaron lazos de amistad que perduraron décadas tras la liberación.

Un ejemplo de cómo en situaciones de máxima adversidad, donde la vida no tenía garantizada su continuidad más allá del instante presente, muchos se organizaron, se apoyaron, se enfrentaron a las dificultades, superaron barreras lingüísticas y haciendo valer su condición humana se enfrentaron al mal, conscientes que su vida no tenía valor, pero sin renunciar al combate por lo único que no les podían anular: su dignidad.

*Historiador. Amical de Mauthausen