Hoy, cuando lean esta columna, también habrán leído y oído montones de tópicos sobre la Ley de Memoria Democrática que presentó el Gobierno ayer. Como quería un punto de vista diferente, me he ido a un diario muy conservador (que ha cubierto la noticia con asepsia, como debe ser) y me he leído los comentarios. (Inciso: siempre leo los comentarios, incluso los que me escriben a mí. Desde aquí un saludo a quien calificó la semana pasada mi columna como «de cuñado»). Pero a lo que iba. En los comentarios leo cosas tan locas como que desde hoy somos una dictadura estalinista, y que más vale apoyar la independencia de Cataluña y Euskadi porque por lo menos podrán huir de lo que nos espera (¿?); otra persona escribe que mucho ocuparse de los muertos de hace 80 años, pero que no les preocupan los del covid; otro usuario (o usuaria, a saber con los apodos que se pone la gente) dice que la mayoría de nuestros abuelos y padres se perdonaron y vivieron en armonía, que p’a qué liarla ahora, con lo bien que se vivió cuarenta años en España; y ya, mi favorito es este comentario, que transcribo literalmente: «Qué manía de querer dar otro final a la historia. Perdieron la guerra y ahora la memoria y la dignidad. Mis hijos no tienen por qué estudiar una historia sesgada por el odio».

¿Qué por qué es mi favorito? Porque si alguien me pregunta por qué hay que aprobar esta ley de Memoria Democrática es para combatir el pensamiento de individuos (o individuas) como el que ha escrito esto. Para su desgracia, la historia es pendular, y ahora toca reivindicación y perdón, que nunca olvido. Y si no le gusta, puede ir marchando a algún país más amable con su ideología, tipo Corea del Norte o similar.