Hace apenas unas semanas tuve la fortuna de estar presente en las localidades zaragozanas de Herrera y Villar de los Navarros (ambas en la comunidad de Daroca), con motivo de la recreación de la batalla que, en el término de ambas poblaciones aconteció --en el marco de la primera guerra carlista (1833-1840)-- el 24 de agosto de 1837.

Y aparte de constatar la profesionalidad y el buen hacer de los grupos recreacionistas que participaron en ella (provenientes de Valencia y Zaragoza), algo que me llamó poderosamente la atención fue la implicación de los vecinos de ambas poblaciones aragonesas -hermanadas por un pasado en común y gentilicio navarro- en las actividades.

Hasta tal punto que, en el caso concreto de Herrera de los Navarros, un grupo de hombres y mujeres, jóvenes y adultos, confeccionaron sus propios uniformes y trajes de época e intervinieron como actores en una magnífica obra de teatro que, coordinada por la compañía Los Navegantes, fue representada en la plaza de la localidad el pasado 3 de septiembre. Y del mismo modo, Villar de los Navarros presentó su flamante maqueta sobre la batalla, la primera que presenta en su totalidad a los batallones y regimientos enfrentados (isabelinos y carlistas), así como los escenarios (a los pies de la sierra y santuario de la Virgen de Herrera) en que se produjeron los trascendentales combates, hace ahora 180 años.

No obstante, esta gran acogida popular que ha tenido la recreación en ambas localidades creo que hubiera sido impensable si sus actuales vecinos no mantuvieran aún muy viva la memoria sobre aquellos sucesos. Pero, ¿cómo es posible que casi dos siglos después de transcurrido aquel acontecimiento histórico sean todavía muchas las personas -y no solo de Herrera y Villar de los Navarros, sino también de localidades próximas como Nogueras, Santa Cruz, Luesma o Fombuena- capaces de relatar con precisión detalles muy concretos de aquella batalla y hasta identificar los paisajes del terreno en que tuvieron lugar?

Pienso que la clave se encuentra, por un lado, en el gran impacto que en el imaginario popular de los pueblos implicados tuvo, sin lugar a dudas, aquel suceso (se estima que hasta 14.000 soldados podrían haber participado en aquella batalla, considerada como la más trascendental de la primera guerra carlista), en el que estuvo presente el propio pretendiente a la Corona de España, conocido como Carlos V, tío de la reina Isabel II.

Y por otro, fundamental, en la propia idea y sentimiento, profundamente arraigados, de una cultura popular, no escrita, pero que -secularmente- las comunidades, principalmente las enclavadas en el ámbito rural, han sentido la necesidad de transmitir a sus descendientes, a través de generaciones, como símbolo de identidad y pertenencia, no solo al árbol familiar, sino también a la colectividad inmediata (el pueblo) en el que las personas trabajan y se interrelacionan, identificándose como grupo diferencial bien definido territorialmente, con plena capacidad para establecer relaciones, en condiciones de igualdad, con otros de su misma categoría.

Tradicionalmente la ciencia histórica ha considerado a esta potente fuente de información, la memoria de los pueblos, como secundaria, relegando su uso a los campos de la sociología y de la antropología.

Quizás este hecho haya venido determinado porque la nuestra es una cultura basada en los textos (y ahora en la imagen). Bien distinto ocurre, por ejemplo, en la cultura africana --basada casi por completo en la tradición oral, ante la práctica inexistencia de fuentes escritas--. Por ello en el continente africano está muy extendido un proverbio según el cual: «Un anciano que muere es una biblioteca que desaparece».

Y SI BIEN ES cierto que, hasta ahora, también en nuestra cultura la información oral ha ido transmitiéndose -con pocas rupturas- de padres a hijos, la posmodernidad ha impuesto unos nuevos modelos de relación, fomentando la vida urbana, al tiempo que la fragmentación del individuo en cuanto a sus hábitos e interacción con su familia y entorno inmediato. La vida ya no se contempla como una clara secuencia lineal, sino fuertemente influenciada por acontecimientos y mensajes exógenos que conforman nuevas identidades, intereses y deseos.

Y del mismo modo que, a finales de los sesenta, se inició en España el éxodo poblacional desde el aún entonces mayoritario mundo rural hacia las grandes ciudades, ahora las nuevas tecnologías (por extraño que parezca) nos están privando de nuestras raíces, historia y esencia.

Pero aún estamos a tiempo. Aún podemos volver a nuestros pueblos y escuchar las voces de quienes -a su vez- oyeron con devoción las de sus padres y abuelos, mientras les contaban que, con ojos de niño, vieron el rostro de quienes protagonizaron la historia, que también es la nuestra, y que por tan dolorosa, y trágica que fue, no podemos permitir que se vuelva a repetir. <b>*Historiador y periodista</b>