No quiero ser alarmista, pero confieso que me preocupa seriamente el rumbo que están tomando las cosas en este país… y me temo que no soy el único, que hay muchos tan preocupados como yo. El clima de la vida pública en España se ha enrarecido de una forma que no tiene precedentes en los cuarenta y tantos años de democracia, y la política se ha convertido en un agrio enfrentamiento sin cuartel entre derechas e izquierdas, repleto de descalificaciones personales y de amenazas muy poco veladas que nos retrotraen a una época que creíamos superada. Si tras la muerte de Franco supimos hacer caso a la desesperada petición de Manuel Azaña (paz, piedad y perdón) y logramos alejar nuestros viejos fantasmas, parece que hemos vuelto a olvidarla y, puntuales a su cita, los fantasmas reaparecen.

Y no es extraño que olvidemos las palabras de Azaña cuando algunos se empecinan en hacer olvidar a toda prisa nuestra Historia más reciente y en sepultar en un barro de mentiras y violencia verbal (por ahora solo verbal) las duras enseñanzas que nos dejó. Sin duda porque la Historia los pone en su lugar y el retrato que hace de su ideología y de sus referentes es muy poco favorecedor. Olvidan también a Quevedo : arrojar la cara importa, el espejo no hay por qué. No es el retrato, es la cara.

Hemos hecho muchas cosas mal (y muchas otras bien, por supuesto), y tal vez la más dañina para la convivencia haya sido no ajustar cuentas a tiempo con el pasado como hicieron casi todas las naciones después de dictaduras sanguinarias como la que vivió España durante más de treinta y cinco años. Es verdad que en todas partes quedan nostálgicos de aquellos regímenes totalitarios, pero existen dos diferencias fundamentales entre ellos y nosotros: la primera es que en esos países existe un relato consolidado y veraz sobre lo que sucedió, que se explica en los centros educativos y hace más difícil cualquier intento de blanquear las dictaduras fascistas con falacias; la segunda es que sus derechas democráticas repudian ese pasado con la misma firmeza que las izquierdas. No es nuestro caso, ni en lo uno ni en lo otro.

Pues bien, aquí creíamos habernos librado de la ultraderecha, pero ha irrumpido con fuerza y aprovecha esas dos circunstancias para retorcer la verdad en su intento de aparentar una respetabilidad política de la que carece. Lo estamos viendo con esos debates viscerales sobre placas y monumentos en las vías públicas de las ciudades españolas. Entre el matonismo y la mentira, el neofascismo hispano que representa Vox se arroga el derecho a descalificar a los que, según ellos, ejercen modos dictatoriales socialcomunistas y se erige en exclusivo defensor de una Constitución que solo acata en lo que le conviene, mientras cuela de rondón una reivindicación del franquismo.

Así, tras organizar una bronca formidable y quejarse por «remover hechos del pasado» cuando, en cumplimiento de las leyes, el Gobierno decidió exhumar los restos del dictador y sacarlos de su faraónico mausoleo con un respeto que jamás mostró él hacia sus víctimas, ahora se ha embarcado en una cruzada (nunca mejor dicho) contra placas, calles o monumentos que recuerden a los que defendieron la república contra la agresión de sus militares golpistas. Indalecio Prieto o Francisco Largo Caballero son sus dianas, pero vendrán más. Jalean los actos de vandalismo (si no es que los patrocinan) y amenazan a los gobernantes legítimos dándoles «avisos».

Y, para ello, cuentan con la ignorancia de una parte significativa de la población acerca de su propia historia y con la decisiva complicidad de la cúpula directiva del Partido Popular, arrastrada a una carrera enloquecida que no acabará bien para ellos… espero que solo para ellos.

Los hombres y las mujeres que rememoran placas o monumentos ganaron esa distinción por su actividad pública, y es sabido que cualquier personaje público tiene sus partidarios y sus detractores. Yo mismo me quejé en su día de que el Ayuntamiento de Zaragoza dedicase una calle al fundador del Opus Dei. Pero eso no justifica el uso de la mentira para justificar sus agresiones cuando llaman asesinos a políticos como Prieto o Largo Caballero. No es más que eso, una mentira repugnante. No existe un solo historiador que merezca ese nombre que tenga la menor duda sobre ello.

Como no existe ninguno que deje de señalar que Queipo de Llano, Emilio Mola y Francisco Franco fueron asesinos en masa y por eso debe retirarse cualquier honor que se les dedicase durante los largos años que disfrutaron de un poder conquistado sobre el sufrimiento atroz de millones de españoles. El profesor Julián Casanova no me dejará por embustero.

Muchos compatriotas padecen aún los efectos de la crisis financiera e inmobiliaria del 2008 y ahora suman los de la pandemia. No es difícil entender que se sientan inseguros y amenazados, pero no deja de ser indecente azuzarlos contra la izquierda, contra las medidas sanitarias, contra la inmigración y contra los habitantes de los barrios pobres, usando para ello la mentira y sembrando el odio en el que esa ultraderecha y algunos jefes del PP se sienten a gusto. De él esperan servirse para llegar al poder que les niegan las urnas.

El fascismo se cura leyendo, decíamos antes. Y ahora.