Miles de jóvenes sufren adicción en mayor o menor grado a los videojuegos. Y la cifra se multiplica si hablamos de los adolescentes que superan las tres horas diarias de juego. La sobreexposición a la realidad virtual perjudica la vida académica, familiar y social de esos chavales. Y la situación se acentúa con fenómenos como el del videojuego Fortnite. La cifra de afectados y el hecho de tratarse de un colectivo vulnerable obligan a encarar el problema y a exigir que ninguna de las partes se desentienda. La potente industria del videojuego no ha de ser demonizada, pero tampoco puede hacer dejación de responsabilidades con la excusa de que en sí mismo no es problema y que todo radica en hacer un uso moderado. Ayudaría que el sector tuviese un código ético y limitase la agresividad de sus métodos --empresarialmente brillantes, pero socialmente perversos-- para atrapar a más jugadores. No sin razón, el sector alega que la tutela de los padres es la garantía del buen uso. En efecto, es fundamental que los padres acompañen a sus hijos en la integración del videojuego como instrumento de diversión no adictiva. Son ellos quienes deben saber las horas que los menores están ante la pantalla y cómo repercute en su conducta y quienes han de establecer los límites. En todo caso, debates como el que ya ha abierto la OMS sobre los peligros adictivos de los videojuegos son un paso en la buena dirección.