El 11 de Marzo ha sido para nosotros --catalanes y vascos incluidos, y gallegos, y aragoneses..., sin excluir a los emigrantes que vienen a buscarse la vida y pueden hallar la muerte--, para todos nosotros, digo, seres humanos al fin y al cabo que habitamos este país, ha sido nuestro 11 de Septiembre. Ahora sabemos, si es cierto lo que parece, que no podemos ignorar lo que sabíamos: que todos somos mortales, incluidos los americanos, y que todos vamos en el mismo tren. Ojalá que nuestro destino en ese tren, o para ese tren del que ya no podemos apearnos, sea la paz y no la guerra civil de unos contra otros. Ojalá.

Este es el hecho mayor que ha sucedido, la noticia, el acontecimiento que señala un antes y un después, no tanto porque haya sucedido lo inaudito sino porque nos ha sucedido lo mismo que habíamos oído que sucedió antes a los otros. Pero no es de eso de lo que quiero hablar: de lo que nos ha pasado en Atocha, de la desgracia padecida --que sobre un hecho nefando quizás sea preferible callar--, sino de un hecho menor que se produjo por voluntad y mérito de la mayoría de los electores que hicieron lo único que podían hacer contra el terrorismo, contra la guerra y contra la mentira del gobierno: acudir a las urnas para votar y cambiar una situación política insostenible.

LOS JOVENES, sobre todo ellos, nos han regalado con una esperanza nueva que habrá que cuidar como se cuida a un recién nacido. ¡Quién nos iba a decir que, después de la helada, le saliera un retoño al olivo de nuestra democracia! ¡Quién nos iba a decir que después de los decepcionantes resultados obtenidos en las elecciones locales, no obstante las manifestaciones masivas que precedieron contra la guerra de Irak; después del fiasco de la Comunidad de Madrid y lo que cayó para colmo en Cataluña con el caso de Carod Rovira, volviera a resurgir el espíritu de la transición a la democracia! Yo no lo hubiera dicho, antes al contrario, he de confesar que temía tanto otra derrota como deseaba el vuelco que se ha producido.

¿Que cómo ha sido posible? Porque la paciencia tiene un límite y porque el gobierno ha abusado de la paciencia de los ciudadanos. Porque no se puede engañar a todos por mucho tiempo. Y porque la mayoría de los engañados, al sentirse ofendidos, le han dado por fin al PP lo que merecía. Por eso, porque han mentido.

Más difícil de explicar que la indignación de los ciudadanos es la obcecación que han padecido los populares y su gobierno. No todos los prejuicios son malos: la tradición en la que se vive no se pone en cuestión, y es de necios querer fundarlo todo en razones.

LA MORAL juzga los hechos y no al contrario, y en este sentido el deber es un prejuicio bueno contra los simples hechos. La tradición en la que se vive, el mundo de la vida, no se cuestiona en principio y merece un respeto mientras la vida y la convivencia sean posibles para todos. Este es un prejuicio productivo. En cambio es destructivo el prejuicio en favor de la utopía aunque el mundo se hunda. Aceptar lo nuevo por ser nuevo es un prejuicio despreciable. Como lo es aceptar lo viejo por ser viejo, lo antiguo y lo establecido aunque no funcione ya para la mayoría, o porque funciona y mientras funciona sólo para unos pocos.

Ese es un prejuicio improductivo para todos y peligroso para esos pocos, que más pronto que tarde caen en el pozo de su obcecación: como el ciego que conduce a otros ciegos, y éstos recuperan la vista con su ayuda. ¿Que el gobierno de Aznar no nos ha mentido? Vale. Pero entonces se ha movido llevado de sus prejuicios hasta el final. No ha visto o no ha podido ver lo que no le convenía, y ha inducido al engaño a los electores con su conducta. Estos se han dado cuenta y lo han hundido en la miseria. Basta ya de patrañas. Pero el gobierno, todavía en funciones, no aprende. Es una pena, porque de los errores del pasado sólo puede sacar enseñanzas. Si aún así no aprende nada, quizás se deba a que no ha dejado atrás en el camino unos errores sino a que lleva consigo una mentira descomunal.

Los populares deberían saber que el punto oscuro que llevan atrás los que mienten sobre su mentira, es una culpa pendiente que los demás nunca perdonan. Porque es una inmundicia, un pecado contra la verdad. Y una reliquia que solo los fanáticos besan, porque no saben lo que hacen. Y que, sinceramente, no pueden besar los que la llevan. Es una mentira podrida, señor Aznar.

*Filósofo