Recientemente un ciudadano inglés llevó a los tribunales a Boris Jonhson, previsible futuro primer ministro y líder del brexit, acusándole de mentir en la campaña para la salida de Gran Bretaña de la UE, cuando dijo que el Estado británico aportaba 350 millones de libras a la semana a la UE, es decir 20.000 millones de euros al año, cuando su contribución apenas supera la mitad al ser contribuyente neto.

Lo paradójico es que la acusación ante un juez fue aceptada con la intención de estudiar el caso, habida cuenta de que él mismo reconoció que los datos utilizados eran falsos y fueron usados como munición dialéctica durante la campaña del brexit a través de 150.000 cuentas de Twitter que enviaron decenas de millones de mensajes con este y otros contenidos parecidos.

Si el ejemplo cívico de este ciudadano cundiera, al mismo tiempo que su rechazo al cinismo de políticos que creen que las mentiras ilimitadas valen como argumentos en campaña electoral, nuestro país estaría repleto de demandas. Porque además de los insultos y descalificaciones, hay infinidad de promesas y propuestas inalcanzables, que puestas sobre la mesa con el único objetico de conseguir votos, ponen en cuestión el interés general de la mayoría.

Cuando los independentistas catalanes tramitaron la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República Catalana, 7/9/2017, sabían de su anticonstitucionalidad. Sabían que los medios utilizados para tal fin no eran legales y que la modificación jurídica propuesta era incompatible con los principios democráticos. Lo sabían y engañaron repetidamente a sus partidarios, tanto de la viabilidad de su marco legislativo como del camino que les llevaba a la consulta del 1 de octubre y a la declaración unilateral de independencia. Crearon falsas ilusiones, mintieron y como B. Jonhson rápidamente lo reconocieron con el mismo cinismo que las aprobaron.

Aunque muchos de los protagonistas están pendientes de la sentencia del Tribunal Supremo, los engaños a la ciudadanía en cuestiones tan fundamentales afectan al propio funcionamiento del sistema democrático, lo deterioran y lo debilitan tanto, que llevan a ese desencanto de la democracia que no se cura con terapia.

En estos días estamos viendo los efectos de una promesa electoral imposible. Me refiero a la eliminación por el nuevo ayuntamiento madrileño de la limitación de circulación en el centro, la llamada milla de Madrid Central. Una actuación del anterior equipo de gobierno que tiene como objetivo reducir los excesos de contaminación y cumplir con la normativa europea, que obliga a reducir drásticamente los altos grados de emisión de dióxido de carbono de las zonas más contaminadas de la ciudad.

Como en campaña y desde la oposición hay bula para todo y contra todos, tras la toma de posesión del nuevo equipo de gobierno, una de las primeras medidas fue dar una moratoria en las multas para circular por esa zona restringida. Pero he aquí que tres recursos de los ecologistas y socialistas en el juzgado han emitido sendos autos, paralizando la moratoria porque la prevención de la salud y el interés general de los ciudadanos está por encima de intereses partidistas y promesas imposibles.

Dado que la política actual está circunscribiéndose a satisfacer y contentar a sus bloques ideológicos y demandas de tribus y grupos de interés, sin tener en cuenta las necesidades generales, igual resulta que este procedimiento es una buena fórmula para limitar actuaciones, que sin quitar el carácter político de las mismas, conllevan responsabilidades de quienes las proponen, a sabiendas de que mienten, para engañar a los electores perjudicando a la mayoría de la sociedad.

El ejemplo del ciudadano inglés que considera que las mentiras en las promesas electorales deben ser sancionadas jurídicamente es un nuevo camino porque, aunque la democracia no aspire a la verdad, no quiere decir que sea posible en un mar de mentiras.

De todos los comportamientos humanos la mentira es el que más duele, y en política duele más.