El meteorito que estalló el domingo sobre la provincia de León, disparando sus fragmentos incandescentes por los cielos del sureste peninsular, se parecía mucho, si nos atenemos a las leyendas bíblicas, a aquel otro bólido espacial cuya estela luminosa siguieron los Magos de Oriente, pero también a cuantas masas de materia cósmica incendiadas al contacto con la atmósfera infundieron pavor a los habitantes de la Tierra. Hoy mismo, y si el meteorito hubiera estallado sobre Nueva York en lugar de sobre León, la paranoia del Imperio habría atribuido el suceso, cuando menos en primera instancia, a alguna perversa maquinación terrorista de Osama Bin Laden.

La realidad es, como siempre, más asombrosa que nuestras conjeturas y nuestras invenciones. Nada menos, en lo tocante al meteorito de anteayer, que un cuerpo estelar vagabundo que estalla y se descompone al entrar en nuestros aires jurisdiccionales, y que, a consecuencia de lo cual, compone para los nómadas del fin de semana, que regresan melancólicos en sus autos al atardecer de un domingo, una bellísima traca de bolas de fuego en el horizonte, de fuegos enteramente naturales. Lo mejor del mundo, lo más hermoso y espectacular, sigue quedando fuera del control y de la idealización del ser humano, y esto es un alivio en los tiempos en que la Naturaleza, la realidad, parecen a punto de quedar definitivamente vencidas y confiscadas por la barbarie tecnológica. Quedan, cuando menos meteoritos errantes que dignifican y embellecen la tarde de un domingo.

*Escritor y periodista