La pesadilla, que ya creíamos extinta, regresó ayer, a bordo del AVE. Todos, en nuestra inmediatez, habíamos dado por supuesto que el atentado de Al Qaeda era uno, brutal, pero uno, y ahora resulta que no. Que los terroristas islámicos no se conformaban con golpear al pueblo de Madrid, y había taza y media.

La extrema gravedad del 11-M revivió ayer en un segundo episodio que pudo haber sido tan dantesco como el primero, y que, sólo por la intervención de la fortuna, no llegó a serlo. Esa mochila-bomba en la línea de alta velocidad Sevilla-Madrid habría causado, de haber llegado a estallar, una incalculable mortandad, un accidente de proporciones nunca vistas en la historia del transporte por ferrocarril. Una explosión de esa potencia, multiplicada por la velocidad de la máquina, habría despedido los vagones a mucha distancia de las vías, y originado decenas, quizá centenares de muertos. Difícilmente es posible imaginar nada peor.

La mayoría de los españoles, al tiempo que asisten escandalizados o atónitos a los progresos de la investigación policial, cuyos éxitos, sin embargo, no alcanzan a disimular nuestras carencias en materia de seguridad, ni las disensiones internas del poder judicial, exigen una solución inmediata contra la sostenida amenaza del terror. El plan de Bin Laden y los suyos, que a última hora parece extenderse también a los intereses españoles en Africa, está generando una dramática inseguridad.

Los sistemas generales de transporte, los trenes, los aeropuertos, las estaciones, han dejado de parecer lugares seguros, a salvo de cualquier contingencia; antes bien, un comando de fanáticos los ha señalado con el círculo rojo de su macabra operación --"Trenes de la muerte"-- y con el para nosotros incomprensible anatema de una guerra.

Obviamente, la situación actual es consecuencia de nuestra participación en una guerra, la de Irak, en la que nada se nos había perdido, pero es tarde ya, y ocioso, seguir atribuyendo nuestras actuales desgracias a los criterios de José María Aznar en política internacional. El mal está hecho, el error, cometido, y ahora, lo que hay que hacer es operar en todos los frentes posibles para garantizar a los españoles su seguridad e integridad.

Nadie va a poder evitar que un fuerte sentimiento antiárabe se instale en nuestra sociedad. La constatación de que los autores de la matanza del 11-M fueron, entre otros, ciudadanos magrebíes instalados en Madrid, aparentemente integrados en sus colonias de emigración, con comercios abiertos y modos de vida establecidos, sólo servirá para extender la sospecha hacia otros emigrantes procedentes del Atlas. Para estos colectivos se avecinan tiempos difíciles. La vida política española también se radicalizará.

Aznar se llevará de La Moncloa su foto enmarcada de Las Azores, por lo que el combate contra los dos terrorismos que nos fustigan --ETA y Al Qaeda-- será responsabilidad de un inexperto, aunque bien intencionado, Rodríguez Zapatero.

Ojalá que su gobierno acierte con una rápida solución.

*Escritor y periodista