Vivimos tiempos convulsos que nos acercan al miedo, a esa emoción inquietante que se asoma diariamente en cada titular de prensa o de noticieros. Estos días pasados, vísperas de Todos los Santos, Difuntos o, como lo llaman a hora, Halloween, los escenificamos a modo de fiesta del terror implantada por un merchandising diseñado para consumir miles de disfraces esperpénticos que nos vienen importados de culturas ancestrales lejanas a nuestra historia, y lo curioso es que, aunque cada año se oyen las mismas conversaciones sobre esta fiesta tan ajena, nada se hace por eludirla, incluso, desde los centros educativos, fomentan que los niños vayan disfrazados a clase, por lo tanto, la pachangada llegó para quedarse sine die. El enmascaramiento resulta inquietante porque suele venir acompañado de sorpresas, en la mayoría de los casos, nefastas. Nuestros protagonistas políticos se han colocado disfraces para construir una sociedad que no avanza, retrocede hacia un conservadurismo egocéntrico ajeno a entender la diversidad dentro de parámetros legales. Estamos viendo poblaciones que se desintegran por las malas praxis de sus responsables, encubiertas estrategias políticas personalizadas en salvadores de la patria. Y lo hemos visto durante el proceso independentista de Cataluña con Puigdemont y su comparsa de cabezudos y, como suele ser de libro con historia, el interfecto huye cual rata de cloaca para salvar su pellejo, para atrincherarse en un búnker europeísta que no existe y, como el capitán que deja a la tripulación a la deriva, se escapa fruto del terror y del miedo que le otorga la justicia. Al expresident se le ha caído la careta y lo más seguro es que se convierta en protagonista del afianzado caganer en el pesebre de las próximas Navidades. No podía caer con mayor descrédito.

*Pintora y profesora