No es que el tiempo pase, ni tan siquiera volando, sino que más bien como dice el latín huye, «tempus fugit». En mi caso no es manía sino casi necesidad el transformar las ideas en imágenes. No todas claro pero sí algunas, y es cosa que me surge y no hago de modo consciente, sino que de golpe llega a mí una representación de algo y ahí se queda, acompañándome: el tiempo, por ejemplo. Al tiempo lo imagino como un señor que, a ritmo resuelto y mantenido, camina envuelto en una gabardina que, a modo de escondite, le permite ocultar su rostro, imposible verle el gesto, imposible saber si se trata de alguien sonriente o enojado, rubio o moreno. Alguien enigmático sin duda, alguien sospechoso. ¿Qué sospechoso de qué? Pues, como mínimo, sospechoso de hurto por supuesto. El tiempo es ese señor que no le ha sido presentado a nadie pero de cuya existencia no se duda, vecino de ninguno pero conocido de todos, ese encubierto misterioso que nos roba, no necesariamente con violencia ni siempre de forma intimidatoria, pues en tal caso se trataría de robo y eso aún sería más grave. Ese caballero que, con oficio y beneficio, nos quita algo que nosotros tenemos por nuestro y, en cambio, él por suyo. Lo que aún no sé y me queda por descubrir es si nos lo quita por encargo o por iniciativa propia y la cuestión es qué hacer mientras tanto. Por fortuna muchas son las opciones y quehaceres posibles hasta entonces, entre ellos, me viene ahora a la cabeza uno que rescato de una pintada en la ciudad de Palencia. En una de sus calles, sobre uno de sus muros, sin darse importancia pero con la seguridad que da la ofensa, puede leerse: «pienso, luego estorbo». Y sí, creo que esa es una de las mejores cosas a las que me gustaría seguir dedicándome, a estorbar, por lo menos un poco, por lo menos a ratos. De hecho, de vocación y profesión me declaro estorbadora, incluso con independencia del destino y fertilidad de los resultados, me declaro estorbadora. Tan es así que uno de los «latinajos» que profiero a mis alumnos es el conocido «sapere aude». Ya saben, «atrévete a saber». Y lo hago aunque temo que en el momento en que lo digo no terminan de ver a qué puedo estar refiriéndome. Y es que para saber, que no para opinar, ni para repetir, citar o fagocitar las ideas de otros, para saber, digo, no hay más camino ni remedio que estorbar, perdón, pensar quise decir. Incluso estoy convencida de que hasta aquí llega la sombra de ese dicho popular que nos advierte de que «no se escarmienta en cabeza ajena». Pues bien, tampoco los pensamientos de cabezas ajenas deberían llegar a las nuestras como si de un trasplante o transfusión se tratase. Pues aunque no resulta posible ni deseable desprenderse del pensamiento pasado ni del ajeno si a él no incorporamos un esfuerzo para convertirlo en un pensamiento propio o para enmendarlo, corregirlo o sencillamente para suscribirlo corremos el riesgo de convertirnos poco menos que en una resonancia. No hablo yo ni me refiero a que todos hayamos de ser genios originales pues, además de imposible, eso resultaría engorroso y agotador. Bastaría con que nos animásemos a pasar por el tamiz de la crítica muchas de las ideas y lugares comunes que, a menudo y sin reflexión previa, se dan por buenos o por muy malos. Se me ocurre que eso podríamos hacer, mientras tanto.

*Filosofía del Derecho.

Universidad de Zaragoza