Según Luigi Ferrajoli en Manifiesto por la igualdad, la más trágica violación de la igualdad en sus dos dimensiones, la formal, a nivel legal; y la sustancial, a nivel social y económico, la sufren en nuestras democracias muchos migrantes. Obligados a escapar de las guerras, del hambre y de las desigualdades materiales producidas por nuestras políticas de hoy y de ayer, encuentran en nuestros países las discriminaciones propias de su estatus de extranjeros pobres. El hecho migratorio no es nuevo. El proletariado se formó a través de flujos migratorios: la emigración del campo a la ciudad en la Inglaterra del XVIII y XIX; la italiana e irlandesa a los Estados Unidos a finesdel XVIII e inicios del XIX; la española hacia las ciudades en España o hacia Europa en el franquismo. Los recién llegados han sido siempre discriminados y explotados, y puestos a competir con el proletariado autóctono, en este han generado sentimientos xenófobos. No obstante, la emigración actual presenta dos novedades dramáticas.

La primera consiste en colocar fuera de la ley y con ello reducido a la clandestinidad y a la penalización al inmigrante irregular. Esta discriminación genera el riesgo de comprometer, mucho más que otros movimientos migratorios anteriores, la esencia de nuestras democracias. Ha surgido una nueva figura social que va en contra de la democracia: la de la persona ilegal, sin derechos, jurídicamente invisible y, así, expuesta a la explotación, y convertida en un nuevo proletariado, discriminado, no solo económica y socialmente como los antiguos migrantes, sino también jurídicamente. Esto va contra el art. 6 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «Todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica». Declaración reconocida en nuestra Constitución en el art. 10.2.

La segunda es la masificación del movimiento migratorio por razones de supervivencia vital. La emigración ya no se da como en el pasado dentro de Occidente o del Norte hacia el Sur, sino que parte de los países del Sur, primero colonizados y depredados, y luego empobrecidos y devastados por una globalización sin reglas. Es, sobre todo, un efecto de la explosión de las desigualdades globales, de la miseria, de las guerras, del hambre, del cambio climático, que les empuja a emigrar por supervivencia. Por ello, cualquier política racional sobre la inmigración, debería contar que es un hecho irreversible, resultado del injusto orden mundial. No es un hecho puntual, no es una emergencia transitoria, sino estructural e imparable. 258 millones emigraron desde el año 2000 a fines del 2018. En España, en el mismo año la población extranjera llegó a los 4,8 millones, 5,4 entre el 2009 y el 2010.

Parece lógico que, con las actuales políticas de exclusión, sin interés para limitarla, sino solo para hacerla clandestina y agravarla, la Unión Europea (UE) corre el riesgo de una quiebra de la credibilidad de sus proclamados valores. Las derechas xenófobas temen que las que llaman «invasiones» de los migrantes puedan contaminar la identidad cultural autóctona. En realidad, su identidad es reaccionaria: con su falso cristianismo, con su intolerancia hacia los diferentes, en definitiva, con su racismo. Muy al contrario, son las políticas de cierre y de exclusión las que están socavando los principios de la UE reflejados en nuestras constituciones y en la Carta de los Derechos de la UE. De seguir así, la UE no será ya, ya no lo es, la de la solidaridad, del estado social inclusivo, de la salvaguarda de la igualdad y la dignidad de las personas, sino la de los muros, de las concertinas, de las desigualdades y de los conflictos raciales. Se está produciendo una doble contradicción, de la que los europeos ignoro si somos conscientes. La contradicción entre las prácticas de exclusión de los migrantes como no personas y los valores de igualdad y libertad inscritos en nuestros ordenamientos jurídicos. Y la segunda no menos dramática que la anterior, entre la proclamada liberalización de la circulación de mercancías y capitales y, por otro, la negación de la de las personas.

Para comprender estas contradicciones y sus efectos perversos en la opinión pública, miremos hacia atrás: la concepción del fenómeno migratorio en los inicios de la Edad Moderna. Hoy se defiende la idea de fronteras cerradas como de sentido común, de un legítimo derecho de los países de inmigración, como consecuencia de su soberanía, concebida como semejante a la propiedad: «Esta es nuestra casa», y «no queremos extraños». Este sentido común xenófobo contradice no solo todos los principios de nuestra tradición liberal, de la igualdad de los derechos humanos y de la dignidad de la persona, sino también el más antiguo derecho teorizado como natural, hoy olvidado de nuestra conciencia colectiva, el ius migrandi, el derecho a emigrar. Fue el teólogo español Francisco de Vitoria quien lo defendióen sus Relectiones de indis impartidas en 1539 en la Universidad de Salamanca. Luego fueron Locke y Kant. Mas, este derecho de migrar estuvo viciado desde el inicio por su asimetría. Reconocido formalmente universal, era de uso exclusivo de los occidentales al no ser ejercido por los pobladores de los nuevos mundos, en perjuicio de los cuales, sirvió para legitimar conquistas, colonizaciones y esclavizaciones. Asimetría que sigue hoy. H *Profesor de instituto