El académico francés Marcel Brion, un especialista en el ensayo artístico e histórico, se atrevió también, a lo largo de su dilatada obra, con la biografía de Miguel Angel Buonarroti, quien ha pasado a la historia, simplemente, por su patronímico, Michelangelo. El volumen, titulado, acertadamente, Miguel Angel o la creación , acaba de ser editado por Ediciones B, a través del catálogo de Vergara.

Se trata de un libro escrito con elegancia y precisión, que se lee como un gran fresco de costumbres. Brion huye del formato biográfico académico, describiendo a grandes rasgos la dilatada existencia del genio y deteniéndose en aquellos pasajes que, por su especial relevancia, pudieron marcar una inflexión en la educación artística y sentimental, o en la peripecia vital del artista florentino.

Quien, por cierto, en vez de con un pan, vino al mundo con un pedazo de mármol debajo del brazo. Lo hizo un ya remoto 6 de marzo de 1475, a los dos de la mañana, bajo la ascendencia de Mercurio y Venus, que coincidían en la casa de Júpiter. Era un lunes, además, lo que colocaba al recién nacido bajo la definitiva protección de dicho astro. Michelangelo fue el segundo hijo de micer Ludovico Buonarroti, cantero y alcalde de las pequeñas poblaciones de Caprese y Chiusi. Tierra de etruscos, cuyas tumbas afloraban a menudo bajo el arado de los campesinos.

El futuro escultor creció en un jardín repleto de útiles de cantería, con los que jugaba y aprendía a diferenciar el tacto de la pietra serena , o del travertino. Pero el día en que se quedó sin respiración fue el de su ingreso en el taller de Bertoldo. Las estatuas griegas que allí se conservaban le miraron con su pátina de siglos; ese mármol quemado por el sol del Egeo le contaría al aprendiz la historia de los mitos clásicos; le hablaría de los kuroi , y del maestro Fidias, de las proporciones del canon y de los secretos del cuerpo humano.

En muy pocos años, Miguel Angel habrá aprendido lo suficiente como para deslumbrar a Florencia. Su potencia creativa no tenía parangón con los maestros renacentistas, en exceso respetuosos con la tradición y las formas. Brion, el biógrafo, se esfuerza por bucear en ese abismo creativo, manierista y genial, que desde el primer momento distinguió la firma de Buonarroti. Ni siquiera el fastuoso Leonardo Da Vinci, honrado por su tiempo, por los Médici, como una divinidad en vida, poseía esa hondura dramática capaz de transformar las efigies de David, de Moisés, o de la Virgen María en descarnadas joyas de una belleza intemporal.

La aparente calma del período que hoy llamamos Renacimiento era sólo, en aquella Roma convulsa, un estilo de ambicionar y vivir. César Borgia, modelo de Maquiavelo como el político más dotado de su época, pero también uno de los más crueles, transformó la corte en un ámbito de corrupción y locura donde el poder, el sexo y la muerte se entrelazaban en intrigas cortesanas. Personajes como Savonarola, desde la mística de la religión, trataron en vano de purificar aquel santuario de placeres y excesos, en el que Miguel Angel alimentaría su arte y su eros.

*Escritor y periodista