Cumplí 30 años el mismo día que Pedro Sánchez decretaba el estado de alarma para frenar la expansión del coronavirus. España tenía más de 6.000 casos de infectados y 191 víctimas. La situación sanitaria era crítica y la perspectiva económica se teñía de negro.

En el 2008 alcancé mi mayoría de edad. El mismo año en el que todos los sueños proyectados se desvanecían al sacudirnos una crisis global por el colapso financiero como no se había conocido desde hacia décadas.

Entre estos dos acontecimientos tan solo han pasado 12 años. Cada uno de ellos es capaz de sacudir negativamente las perspectivas de cualquier generación. Y conjuntamente, es devastador.

El apodo de 'generación perdida' está ligado a los 'millennials'. Una definición que desmerece el sacrificio por aspirar a pulir nuestro futuro pero lo define por lo inesperado que nos ha hecho encallar.

Porque parece que nunca es buen momento para los 'millenials': de ingresar en el mercado laboral en plena recesión a contemplar cómo una pandemia dilapida las aspiraciones propias de la madurez. La generación que ha sido capaz de absorber los conocimientos necesarios para una vida próspera no percibe los beneficios prometidos en un mundo inestable. Sin un colchón financiero para capear la incertidumbre, con un mercado de la vivienda inaccesible en algunas capitales o con una situación laboral absolutamente precaria, especialmente en algunos sectores; la crisis del coronavirus nos aboca a una situación incierta que terminará por hipotecar nuestro futuro.

Los 'millennials' somos una generación mutante en nuestro breve trato con la vida. La incertidumbre económica ha barnizado nuestra escala de valores. La política no se debate entre dos modelos ideologizados inamovibles o no entendemos el mundo sin redefinirlo constantemente, consciente o inconscientemente.

El contraste cultural es una cuestión de pocas horas de trayecto, nuestro 'mood' lo perfila la inmediatez en nuestro entorno mientras buscamos por incautar a los paradigmas establecidos su normalidad.

Somos el viejo sueño que relató el periodista Tom Wolfe, por nuestro anhelo de transformar los metales básicos en oro. Una aleación tan complicada como inimaginable.

Nos rehacemos, nos pulimos o nos adaptamos en un oleaje tan brusco como intenso para alcanzar una ensoñación marcada en la piel con fuego: un futuro más prometedor que el de nuestros padres.