Estimado lector, si se le pregunta si ha tenido algún tipo de relación con la administración pública un día cualquiera, ayer u hoy, esta misma mañana, probablemente dirá que no. Las relaciones con la administración normalmente se asocian a hacer determinadas gestiones o con alguna vinculación laboral. Ni siquiera una prestación cotidiana, como pueda ser el asistir diariamente a clase en un centro público, se siente como el consumo de una prestación pública. Sin embargo, con lo público en general, ayuntamientos, comunidades autónomas o administración central, estamos permanentemente envueltos: vigilan y limpian nuestras calles (alguna vez), recibimos bienes subvencionados (la leche que tomamos en un café, o el aceite, o el transporte, por ejemplo), recibimos educación, protección contra incendios, usamos vías públicas, sanidad…Y, por supuesto, estamos pagando por eso constantemente: el IBI, el impuesto sobre la renta, el IVA, tasas diversas…

Somos poco conscientes de nuestros vínculos financieros con lo público y quizá por esta razón tenemos unas percepciones muy confusas, probablemente equivocadas, en cuanto a lo que recibimos y lo que pagamos. Por ejemplo, la opinión mayoritaria del conjunto de los españoles, es de que se pagan muchos impuestos, cuando hasta hace muy pocas fechas la OCDE siempre señalaba que estábamos por debajo de la media. El CIS en el Estudio 3115, abril-junio 2016, recoge unos datos cuando menos curiosos. En esa encuesta, el 83,3 % del sector de población de menores ingresos considera que en España los impuestos son altos o muy altos. El porcentaje de los que piensan así, se reduce al 64.7% entre los que tienen ingresos medios. Paradójicamente, sólo el 8.8% de los que tiene muchos ingresos dicen que los impuestos son altos o muy altos. O sea, los ricos dicen que no se pagan muchos impuestos en España. ¿Cómo se explica? ¿Porque ese estrato de renta, tiene capacidad de eludirlos y efectivamente no pagan? Podría ser, y en ese caso estaríamos en un sistema fiscal enormemente injusto que se ceba en los que tienen menos ingresos, a los que hay que añadir los que tienen ingresos medios. En consecuencia, entre estos dos grupos tienen que sostener las arcas públicas. Seguramente es así: en el impuesto progresivo por excelencia, el IRPF, las rentas del trabajo están controladas, como todos sabemos. El resto de impuestos tienen un carácter regresivo, no atienden a la capacidad de pago, a la riqueza del individuo, el IVA por ejemplo. Puede ser también que, a determinados sectores, llegar a final de mes les cuesta mucho, y el malestar se expresa en una queja genérica.

Si consideramos el otro eje de nuestras relaciones con lo público, los bienes y servicios que recibimos, el escenario no es mucho más coherente. Valoramos positivamente, en general, los servicios públicos que recibimos, aunque, según esa misma encuesta del CIS, querríamos mayores dotaciones de esos servicios, en abstracto. En lo concreto, si nos ponemos a pensar cinco minutos no costaría mucho hacer ponderaciones razonables. Por ejemplo: una familia que tenga un hijo en la universidad pública recibe entre 25.000 y 35.000 euros de servicio público formativo cuando termina el grado. O que en 12-14 años hemos recuperado en forma de pensión lo cotizado en una vida laboral de 36 años. No olvidemos determinadas intervenciones hospitalarias. Las grandes partidas de los presupuestos públicos juntando las tres administraciones, central, autonómica y local, son partidas fuertemente redistribuidoras: pensiones, salud, educación, dependencia y desempleo.

En esa relación entre lo que recibimos y lo que pagamos, las cuentas globales se expresarían en forma de gasto público menos ingresos públicos. Si son mayores los gastos, tenemos el déficit público. O sea, la sociedad en su conjunto recibe más de lo que paga. En este ámbito de gastos e impuestos se produce lo que se conoce como la ilusión financiera. Consiste en una infravaloración por parte de los contribuyentes del coste de los servicios públicos que se reciben y, en consecuencia, se piden más. En nuestro caso es una distorsión, lo llamaremos asi, financiera: sentimos que pagamos demasiado, pero al mismo tiempo valoramos positivamente en abstracto lo que recibimos, y queremos más, pero no lo hacemos visible, palpable, para poder valorar realmente la relación recibido-pagado. Posiblemente una labor informativo-educativa en este terreno ayudaría a percibir con mayor claridad la actividad financiera pública que podría servir, entre otras cosas, para orientar posteriormente nuestras demandas políticas y electorales.

*Profesor de la Universidad de Zaragoza