Por suerte, Alí, el miliciano afar, se hizo cargo de mí. Me seguía a todas partes y actuaba simultáneamente como guardaespaldas y porteador. Cargó con mi cantimplora y mi mochila conforme el sol subía, hostil e inmisericorde, y yo caminaba cada vez con menos ritmo sobre aquella quebrada senda de Caín. Las tribus habían llevado lejos su ganado, flaquísimas vacas de enormes cuernos y diminutas cabras, pero cuatro hombres armados se habían quedado para darnos escolta, Marchaban desplegados. El metal de sus viejos kalashnikovs, acariciado por tres generaciones de guerreros, brillaba como plata bruñida. Avanzaban con zancadas firmes, indiferentes a nuestra obvia debilidad de blancos bien alimentados, dispuestos ellos a seguir andando durante años o siglos por el valle del Rift, la depresión del Danakil, al otro lado de la peligrosa frontera eritrea: escenario mercurial donde no existen el tiempo ni la historia ni nada que no sea eterno, alucinante y letal.

Pues bien, durante varios días, recorriendo tales parajes, aquello me pareció más físico, más consistente que el mundo dejado atrás. Los presupuestos del Ayuntamiento de Zaragoza, sujetos al consabido juego de intereses, rencillas y oportunismos, me daban la risa. Los 800.000 euros que PSOE y PP se han empeñado en regalarles a los propietarios del Real Zaragoza no pasaban de ser una broma grotesca, ¡jo, jo, jo! Si el testimonio de Rato en sede parlamentaria se hubiera materializado ante mis ojos en forma de espejismo u holograma, apenas me habría encogido de hombros. Un profeta anunciando la dimisión de Mas no me hubiese llamado la atención. Cuando descendía de la caldera del volcan Ertale, supuse que transitaba por otro planeta, un mundo elemental y atroz donde sobrevivir era el único éxito posible... Y las cuitas de las Españas, de Cataluña, de Aragón, de Zaragoza y de su fracasado equipo de fútbol quedaban tan lejos, se veían tan diminutas, que me parecían bobadas propias de otra dimensión. Ayer seguían pareciéndomelo. Pero ya estoy aquí. ¡Ay!