Es una expresión de moda: realidad virtual. ¿De qué estamos hablando exactamente? No de algo totalmente real, sino que se le parece mucho, que se aproxima a la realidad que deseamos sentir o representar, que incluso llega a sustituirla y a producir sus efectos. Sin embargo, no deja de ser un sucedáneo. ¿Y eso es malo? Pues no necesariamente. Cuando aludimos a un mundo virtual, de forma intuitiva lo asociamos a un gran subterfugio donde reina lo ficticio y, por tanto, incapaz de resolver los problemas bien reales que hemos de afrontar; una argucia que solo sirve para escapar por unos instantes de agobios y conflictos.

Sumerjámonos por un instante en la asfixiante atmósfera de un paciente que espera una intervención quirúrgica para superar una grave dolencia. Quizá sea un niño pendiente de un trasplante de hígado; es la terrible encrucijada de un pequeño que aguarda su turno en un lecho inundado por la angustia y la ansiedad, tiznadas de dolor. La medicina puede inducir un sueño sedado que atenúe su inquietud. Pero, ahora, también es posible facilitarle unas simples gafas que lo sumirán sin secuelas en un mundo mágico y paradisíaco donde las horas transcurren sin dejar una huella malsana e indeleble. En una pradera exuberante, colmada de colores maravillosos, hadas y gnomos derrotan al fármaco y a sus latentes efectos secundarios. Este ha sido el fruto de una labor donde investigación y tecnología se han unido para alejar a los pacientes de la rutina hospitalaria y paliar la frustración que suele acompañarla, sobre todo en el caso de los niños. Sin embargo, alejarnos de conflictos y contrariedades, retirarnos de su entorno nocivo para respirar un poco de aire puro, suele ser muy grato y reconfortante. Pero nunca hemos de olvidar que tan solo es una solución virtual.H

*Escritora