Sus admiradores dicen de su baile flamenco que es puro y elegante. Magro consuelo para la familia del hombre que atropelló, mató y abandonó a su suerte, intentando luego eludir su crimen de denegación de auxilio, maquinando echar sus culpas sobre un menor. En cualquier otro lugar civilizado del mundo, el famoso bailaor y presunto delincuente ya estaría entre rejas esperando juicio. Aquí, en cambio, está en la calle con una fianza de unos millares de euros y sigue subiendo al escenario.

Y triunfando. Como le ocurrió en una cumbre flamenca celebrada hace unos días en la ciudad de Murcia, cuyo generoso público le ovacionó con fuerza y premió con gritos entusiastas y vivas a la madre que lo parió. No cabe mayor estupidez ni mayor miseria moral. Porque un artista es, también, un modelo social, un ejemplo de excelencia vital. Y, si es cierto que ese mundo ha producido en ocasiones verdaderas ratas de alcantarilla, al menos no se jaleaba en público su criminalidad.

Aquellos aplausos no eran sólo expresión de simpatía hacia el arte excelso de un presunto delincuente. Eran también expresión de las perplejidades de una sociedad que cada día tiene más confusa su escala de valores.

Que confunde continuamente la fama con el verdadero prestigio cimentado en el esfuerzo y la creatividad humana. Que no se ruboriza al hacer abstracción de lo esencial --el respeto a la vida-- ante el encanto fugaz y deshumanizado de un arte en el que el otro, obviamente, no importa para nada.

*Periodista