Un buen amigo mío padece un trastorno neurológico llamado misofonía que le amarga la vida. Consiste en una severa intolerancia a numerosos sonidos cotidianos. Hasta hace bien poco ni sabía que existía esa patología; pensaba que era un maniático incorregible y despreciable porque odiaba el tintineo de una cucharilla removiendo el café, los insufribles sorbos a una bebida caliente, el repicar de un teclado de ordenador, las melodías de los móviles, el taconeo de la vecina en el piso superior o la indecente ruidera que hacen los humanos cuando se lavan los dientes. Puestos ya con la boca y sus misterios, aborrece a la gente que masca chicle y a la que sorbe con una pajita un refresco con hielos. Detesta a quienes aspiran la sopa, a los que succionan la sandía como si no hubiera un mañana y, en general, a todo aquel que emite cualquier ruidito gutural. La misofonía le conduce a la misantropía.

Su mayor condena es haber tenido que renunciar a las salas de cine. El crujido de una simple bolsa de patatas fritas le provocaba ataques de ansiedad. Cuando veía que se aproximaban a su fila espectadores cargados con cubos de palomitas, sentía taquicardias y sudores. Pero hace unas fechas dio un gran paso adelante y se marchó al Teatro de las Esquinas. Alguien le convenció de que el público del teatro es más refinado y elegante. Por desgracia, mi amigo eligió el peor día para admirar a Lola Herrera en 'Cinco horas con Mario'. A la media hora sonó el maldito ruido de un móvil y la actriz suspendió por un rato la actuación.

Lo sentí por mi amigo, que sufrió después una terrible tortura: su cerebro se desentendió de la obra y solo esperaba que el fatídico sonido volviera a inundar la sala.

*Editor y escritor