El otro día leí al escritor Sergio del Molino declararse sin fuerzas para defender la libertad de expresión cada semana, ante cada nueva (y poco ingeniosa) ocurrencia. Se refería, claro, a la que hay liada con Dani Mateo por sonarse los mocos en la bandera española. Del Molino hablaba de que la vida es corta para gastarla defendiendo a los que se cagan en vírgenes y santos, pintan la tumba de un dictador o se limpian la nariz en trapos de colores diversos. Es interesante esta postura, porque es verdad que nunca había sido tan fácil ofender (y tan fácil acabar delante de un juez por hacerlo) como ahora. Y también es verdad que hay formas mucho más subversivas de denunciar las cosas, que pasan por una cierta agudeza intelectual de la que muchos provocadores carecen. Así que aquí estamos, ante un dilema: ¿Debemos defender la libertad de expresión, siempre, aunque no tenga la más mínima gracia? ¿Aunque sea burda, chusca, chapucera? ¿Debemos pedir nuevas leyes que gradúen la provocación según el ingenio derrochado? A más ingenio, a más finura, menos pena. Tal vez así, los que tengan ganas de provocar afinarán un poco más, y los que tengan ganas de ser provocados, de que todo sea de una vacuidad inofensiva y aburridísima, no pillarán tan fácilmente la provocación. Claro que un chiste ingenioso, una viñeta feroz, exigen más esfuerzo intelectual que ciscarse en una estampita. Pero qué le vamos a hacer. Hay veces que, aun defendiendo lo que hizo Dani Mateo (eso, siempre), yo entiendo muy bien a Sergio del Molino.

*Periodista