Las apelaciones al sentido de Estado se han sucedido desde que el pasado lunes se abriera el proceso de sucesión monárquico con el anuncio de abdicación del Rey. Esas son las palabras que más cunden entre los representantes del Gobierno y la mayoría de gurús políticos y mediáticos ante cualquier atisbo de disensión o la petición de un referéndum para que sean los ciudadanos quienes lo decidan. Incluso, lo que es más llamativo, entre los que alardean de hondas raíces republicanas. La repentina decisión del monarca dirigida a rejuvenecer el aspecto de la institución, lejos de reducir la brecha social que le separa de esa juventud a la que alude, la aumenta, y con ello la de los actores que han salido en bandada a poner la venda antes de la herida. Es evidente que la imagen de cambio y renovación visualizada tras las últimas elecciones europeas ha precipitado una reacción en cadena que empezó con el anuncio de renovación del principal partido de la oposición y que ha seguido con la del monarca, en la última oportunidad que tenía para materializar la sucesión sin serias divergencias, aprovechando precisamente el sentido de Estado de una generación que está de retirada. Estos, con sus encendidas loas al Rey, no solo han obviado los últimos escándalos de la corona sino también a quienes cuestionan que la Jefatura del Estado de un país pase de padres a hijos sin que los ciudadanos puedan ratificarlo en las urnas --sobre todo aquellos que nunca lo han hecho, que son todos los menores de 55 años--. Una operación estética a poco más de un año de las elecciones que, en vez de sanar, enquista la Monarquía y afecta a los órganos que la rodean, algunos ya seriamente tocados.

Periodista y profesor