La Revolución Industrial podemos convenir que tiene poco más de 200 años. En ese tiempo, el sistema se ha transformado extraordinariamente, pero subyacen o retoñan algunos elementos de aquella época. La Revolución Industrial disparará la producción, y con el tiempo, incrementará los bienes disponibles, reducirá los precios y aumentará el número de consumidores y el volumen de bienes consumidos. En el aspecto productivo, recordamos las duras condiciones de trabajo y de vida de aquel periodo.

Desde aquellos momentos iniciales, el aumento del consumo y la mejora de las condiciones laborales y de vida, ha sido un proceso continuo que se ha extendido a una gran parte de la población. No ha sido un camino fácil como sabemos sino de reivindicaciones, conflictos y conquistas. A partir de la postguerra mundial, consumo y producción alcanzan un cierto equilibrio en el binomio bienestar-esfuerzo. Es decir, el consumo se amplia y se democratiza, se expanden las clases medias, mejora el panorama laboral con salarios crecientes y una mejora de las condiciones laborales que en definitiva termina en una mejora considerable del nivel de vida. Este modelo empieza a quebrarse en el último cuarto del siglo XX.

En el ámbito del nivel de vida y de la forma de vida, el consumo se ha democratizado notablemente. Las clases medias en los países desarrollados alcanzan como mínimo las dos terceras partes de la población. Sus niveles de vida material superan en mucho los niveles de las clases pudientes de hace 50 años. El comercio internacional y las innovaciones técnicas han permitido la adquisición de bienes y su disfrute por casi todas las clases sociales, algo antes reservado sólo a unos pocos privilegiados. Los beneficios de la tecnología, como señalaba el Premio Nobel R. Nordhaus en 2005, se trasladan en un 96% a los consumidores y el resto a los productores, contrariamente a lo que una primera intuición indicaría.

Sin embargo, este incremento del consumo oculta una reestructuración productiva que conduce a la desaparición del modelo tradicional de relaciones laborales basado en un continuo crecimiento salarial y una relativa estabilidad en el empleo. Las condiciones de trabajo, tradicionalmente reguladas por el derecho laboral, empiezan a ser regidas cada vez más por leyes mercantiles. Cada vez más el trabajo se parece a una mercancía que se «compra» en un mercado de subasta diariamente. Este proceso que comenzó con la externalización de servicios y empleos, una extensión del Just In Time, continua con la denominada «uberización», un sistema que conecta directamente al consumidor con el productor/proveedor/profesional. Estas trasformaciones organizativas del trabajo conducen a una mayor inestabilidad laboral y a una mayor inseguridad, factores muy positivos que antes proporcionaba la legislación laboral. Hoy en día, todo el sector privado de la economía se encuentra expuesto a ese escenario más efímero y volátil. Aquellos trabajadores de grandes empresas o sectores como la banca, las eléctricas o la telefonía, que en su día disfrutaban de un estatus cuasi funcionarial, en estos momentos se mueven casi en los mismos entornos cambiantes e inciertos que padece cualquier trabajador de otro sector y no importa el tamaño de la empresa.

Sin intermediación, servicios más baratos. Sin embargo, esa democratización del consumo expone a los consumidores a los efectos de ese abaratamiento: precariedad laboral, costes sociales y costes medioambientales. Parece que el consumismo cubre y satisface nuestras aspiraciones vitales. Y como las rentas del trabajo se reducen, para permanecer en ese estado de bienestar idiotizado, debemos mantener un instrumento hipnotizador: el crédito barato, el endeudamiento privado y el endeudamiento público. El crédito nos permite seguir consumiendo.

Descendiendo al tipo de bienes y servicios consumibles, el consumo ostensible e intrascendente, el que no proporciona ningún capital cultural, el que no permite mejorar nuestro cuerpo ni nuestro espíritu, ni las habilidades profesionales, se manifiesta de manera desproporcionada en las clases medias bajas y medias-medias, de forma que estas van perdiendo posibilidades respecto a las clases sociales más acomodadas, que si muestran patrones de consumo diferentes. O sea, un incremento de la desigualdad social. Los patrones de consumo de esas clases medias-medias y medias-bajas, les generan peor salud, obesidad, menos cultura, ocio embrutecedor, menos habilidades, pero… felices. Y no dan mal, ni protestan. El monstruo amable que llamaba Rafaele Simon se encarga de anestesiar las penurias laborales y los riesgos individuales y colectivos futuros.

*Profesor de la Universidad de Zaragoza