En el documental 'El fin de ETA' (2016), el socialista Jesús Eguiguren recuerda la insoportable hostilidad que sufrió entre el 2004 y el 2007 mientras negociaba el principio del fin de la banda terrorista. Tras los fracasados intentos en las épocas de Felipe González y José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero retomó la vía de la negociación para acabar con la lacra de la violencia y eligió a Eguiguren, una persona que entendía a la perfección la prioridad del objetivo final, por encima de prejuicios y rencores. Su principal interlocutor fue el líder de Batasuna, Arnaldo Otegi, que en aquellos años ya había asumido por completo el cese de la lucha armada como única salida al conflicto vasco.

Las conversaciones se sucedieron en secreto en medio de una durísima tensión política y social alentada por el PP. Lo más suave que escuchó el entonces presidente del Gobierno fue «traidor a los muertos de ETA». No obstante, el diálogo jamás impidió que la Justicia y las fuerzas policiales cumplieran con su labor, ya que muchos etarras fueron apresados y juzgados al mismo tiempo que se negociaba. Como debe ser.

La banda terrorista es historia, por mucho empeño que tengan algunos partidos en resucitarla en debates histéricos. Y puede serlo mucho más ahora, cuando la Justicia francesa ha abierto la puerta a la extradición a España de Josu Ternera, presunto cerebro del atentado a la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza, en diciembre de 1987. Si al final se sienta en el banquillo de la Audiencia Nacional, la dolorosa herida se habrá cerrado un poco más y algunos de nuestros monstruos del pasado habrán desaparecido. Resucitarlos puede dar votos, pero no ayuda en nada a la convivencia.

*Editor y escritor