Impelido por las fechas del calendario y el derroche de luces de la ciudad, ha llegado ese momento temido pero inevitable en que hay que armarse del espíritu navideño para adornar la casa como todos los años. Toca bajar al trastero para desempolvar la magia que se esconde entre sus paredes, que cual arpa de Bécquer espera que le digan «levántate y anda». No le digo nada, pero en cualquier caso subo nuestro árbol de cartón, dos piezas de abeto que entrelazadas en forma de X coronan el salón de manera sencilla a la par que elegante. Subo asimismo una gran caja llena de bolas, adornos y belenes.

Mis hijos son los encargados de engalanar el hogar, les encanta colgar las estrellas, las botas y las cintas en el árbol, bajo la atenta mirada de nuestra gata, que ya se relame de gusto ante los objetos que penden como una ofrenda propiciatoria para sus juegos. Los mira detenidamente, no les quita ojo, pero no se lanza sobre ellos como una loca, no. Sabe que el mejor momento para tirar todas las bolas del árbol y jugar con ellas a una suerte de fútbol gatuno, terriblemente escandaloso, son las tres de la madrugada, para alegría de los vecinos.

Tras colocar en la punta del árbol una estrella, como brillante colofón a las olas de espumillones, mis hijos montan el belén. Son figuritas de papel, recortables. Mi hijo observa que el portal no tiene techumbre, está totalmente abierto, tal vez para que se puedan colocar las figuritas más fácilmente en el interior, pero lo encuentro muy apropiado para estos tiempos pandémicos.

Bien ventilado, claro que sí. Guardamos las distancias entre los pastores y los soldados romanos, que nunca se han llevado muy bien, e incluso separamos más a los tres Reyes Magos, que no tenemos muy claro que sean convivientes. ¿Allegados tal vez? .