Kirk Douglas, José Luis Cuerda y George Steiner se dedicaban a profesiones que tienen que ver con la comunicación. Los tres me gustaban. La muerte deja, a pesar de nuestra paradójica reacción habladora que se desparrama en remembranzas y obituarios, un silencio de fondo que sabemos inquebrantable. Generalmente, si su obras formaron parte de nuestras vidas, la muerte de alguien nos hace volver la vista hacia ellas y las miramos con la tristeza un poco dulce que reservamos a los huérfanos. Supongo que en estos días Espartaco, El bosque animado y La poesía del pensamiento, por poner solo algunos ejemplos, habrán sido convenientemente revisitadas.

De Steiner me gusta su flamante solemnidad y su ritmo y también la manera en que a veces sus ideas consiguen, casi al modo del fogonazo, un eco luminoso en nuestro pensamiento, como el que lee algo que alguna vez ha querido pensar exactamente así pero sin haber conseguido dotar a nuestro discurso de ese contenido geométrico y brillante que de repente su lectura nos regala. Y precisamente releyéndole vuelvo a considerar que hay muchas maneras de enterrar a un hombre. Quizá el silencio sea la peor. Lo sabe el poder, lo sabemos nosotros. Sabemos a quién queremos enviar nuestro silencio y a quién dirigir nuestra palabra. Ese mensaje es mucho más contundente que cualquier cosa que digamos. Quizá recordar sus palabras es burlar un poco a la muerte: «Las palabras, aun siendo imprecisas y de duración limitada, constituyen el recuerdo y articulan el futuro. La esperanza es el futuro verbal. La fuerza del silencio es la de un negador eco del lenguaje. Es posible amar calladamente, pero quizá solo hasta cierto punto. La auténtica incapacidad de hablar viene con la muerte. Morir es dejar de charlar». H *Filóloga y escritora