Sale del cine y lo primero que hace es encender el móvil para ver si le han enviado alguna llamada o algún mensaje. Suena el timbre de salida de clase y su primer movimiento es abrir la mochila y sacar su móvil para comprobar quién le ha llamado. Se dirige al encuentro de su amigo y le va avisando durante el camino de que le quedan para llegar diez minutos, cinco minutos o que está ya en la esquina misma de la calle. Está solo, pero va mandando "llamadas perdidas" (suena una vez y cuelga) a un montón de amigos y colegas para que sepan que "está ahí" y que se acuerda de ellos. Es el moviladicto , una especie de reciente aparición en numerosas áreas del mundo desarrollado, y que se propaga rápidamente por todos los rincones del planeta.

Ya hay más teléfonos móviles que fijos y España luce y brilla del verde fosforito de los chalecos reflectantes que obligatoriamente duermen dentro de los coches y danza al son de la última melodía bajada para los móviles. Comprar un libro, mucho más leerlo, es un acto baldío y un derroche sin sentido, pero tener suficiente saldo proporciona quietud y seguridad. Sin oxígeno no es posible vivir, pero mucho menos sin cobertura y sin tener bien cargada la batería.

EL MOVIL es un magnífico instrumento para estar comunicado con los demás, pero para el moviladicto es sobre todo el último eslabón de la cadena rota del solitario. Mira de reojo la pantalla: alguien ha llamado, y se hace la luz en la tiniebla, como confirmación de lo que ansía saber: que no está solo, que cuenta para los otros y los otros cuentan con él.

Aprieta una tecla y descubre que el mensaje es toda una paletada de nada sobre su vida, pero se cree afortunado por tener muchos amigos que le envían mensajes. A veces, es peor: la pantalla está vacía, gritando el silencio de los demás. Toma la llamada del otro como un rayo de luz capaz de llenar la oquedad de sí mismo, y la interpreta como poesía en medio del desierto.

En realidad, tras guardar de nuevo su móvil, le queda sólo la prosa. Sabe que finalmente la vida se escribe en prosa, y que incluso parece muchas veces dura, indescifrable, al margen de cualquier sintaxis. Por eso, vuelve a sacar el móvil y llama o manda un mensaje o hace otra llamada perdida...

Con todo, le queda aún el peor de los descubrimientos: la vida no es de ninguna manera, pues cada uno la hace como puede y como quiere. Se queda esperando que acontezca lo que no va a ocurrir, a la vez que deja pasar a su lado lo que sí está realmente ocurriendo, sin reparar casi en su presencia.

El móvil se convierte en una mágica goma de borrar la vida en prosa, la vida real, y con cada llamada perdida el moviladicto quiere convertir el humo en una deslumbrante caja de colorines.

El moviladicto tiene miedo de experimentar la soledad. Estar solo puede ser fuente de vivencias intensas, de creación, de momentos imprescindibles. Estar solo permite también obtener buenos, grandes y muy interesantes amigos solitarios. Pero al moviladicto le interesa ante todo comprobar a toda costa que su existencia está llena de gente, de amigos, de colegas, de lo que sea, aunque en el fondo de su corazón sepa que casi todo es mero espejismo.

EL ´MOVILADICTO´ se siente ante todo demasiado solo y su móvil hace las veces de varita mágica que llena de sonidos, voces, mensajes, de nombres y números en la agenda, de otros moviladictos que quieren y anhelan básicamente lo mismo.

De hecho, lo que más ansía el moviladicto es huir cada vez más deprisa de una realidad, la suya, que no acaba de gustarle. Así, cuando el moviladicto tiene compañía (¿qué será eso finalmente para él?), se pone contento y cuenta desaforadamente cuentos que vuelan como pompas de jabón, a troche y moche, como si le fuera la vida, como si la vida misma se agotase en esos cuentos.

Y, finalmente, para perpetuar ese momento, ese encuentro, saca de nuevo su móvil multimedia y hace fotografías con él a todo y a todos cuantos se le ponen por delante. Para colmo de la felicidad, en ese instante, suena fugazmente una nueva llamada perdida...

Profesor de Filosofía