De todos los sentidos es el de la vista el que más abarca y menos aprieta, y el del tacto el que toca la realidad que nos afecta aquí y ahora donde tenemos el cuerpo. Sin el tacto no hay contacto, ni contaminación apenas. Ni inmediatez, ni convivencia, ni compañía, ni afecto, ni vida humana que merezca tal nombre. Y eso es lo peor. Recluirse en casa y en la propia piel, cerrar la puerta y los ojos, aunque se abra la ventana y salga la mirada, por ahí no se sale al encuentro del Otro de todos nosotros. Ni de cualquier otro que nos sirva de atajo para llegar juntos a la casa común de haberla para todas las personas humanas. Salir sin salir como el caracol que lleva la casa encima, el baboso, y apenas saca los cuernos para encerrarse de nuevo al menor contacto, no es salir para compartir el camino y la vianda: el pan y la conversación, la convivencia y la esperanza de la mejor vida. La promesa que nos mantiene en vilo a los humanos con los brazos abiertos y la existencia. Que es lo contrario de estar encerrado de fijo para salvar lo que no vale la pena: el individualismo salvaje, en vez abrirse de par en par al bien común y a la comunión permanente: la Fraternidad, que es la más guapa de las tres so-rores. Que ya es decir, siendo las otras dos la Libertad y la Igualdad.

Lo peor del coronavirus, ese bicho, es que nos encierre. Aceptar resignados su dictadura sería lo mismo que aceptar la pena de muerte como seres humanos. O plegarse al menos o encoger la dignidad humana condenando el afecto que nos reúne y apoyando el defecto que nos separa. Sustituyendo el afecto en cuerpo presente con un abrazo virtual poco virtuoso.

No es esto una crítica a ultranza y una pasada irresponsable contra el respeto. Claro que hay que respetar, ¡faltaría más! Pero lo que merece respeto no es la norma de mirar y no tocar, para no contaminarse o romper el jarrón sobre la mesa que ha puesto mamá. El respeto es a la dignidad de las personas -de todas- , que no hay que confundir con el cuidado de las cosas. El respeto hay que tenerlo para salvar la convivencia y el encuentro afectuoso entre las personas humanas que tienen su corazón, todas y todos. Personas razonables y afectuosas, que piensan y sienten. Que aman, besan, abrazan, sin dejar de pensar en todas y todos. Si no hay más remedio y la salida se demora, habrá que dejar para más tarde la pascua de esta cuarentena que nos ha impuesto el coronavirus. Sin renunciar nunca ni retrasar sin motivo alguno un solo día la resurrección de la carne. Para celebrarlo gozosos como santo Tomás, que tocó con sus manos al Señor resucitado.

No es el respeto lo que nos une, no es solo dejar vivir y que te vaya bonito. Qué menos, pero eso no basta. No es la indiferencia que pasa de los otros; sin perder de vista, eso sí, cada uno lo suyo. Lo que nos salva es el afecto, el encuentro con los otros , con el prójimo, esa querencia de tocar y abrazar a quien se quiere. No con el abrazo del oso, que mata. Ni con el beso de Judas, que también. Sino con respeto y afecto, inseparables ambos, que eso es el amor encarnado. Que el otro, el abstracto, no pasa de ser un amor sin obras: nada, algo parecido a comer con los ojos desde la distancia.

Ese amor respetuoso y ese respeto amoroso es todo lo contrario del manejo o manoseo, de sobar y aprovecharse de los otros que se dejan o no. Que de todo hay y no siempre «no es no». En mi infancia me educaron bajo una norma con la que advertía a los otros cuando se pasaban: Noli me tangere. Que quiere decir nada menos y mucho más que lo que dice en castellano: no me toques. Fue en el seminario de Alcorisa. Contra esa consigna levanto hoy otra que proclamo: «Con mucho tacto». Pero no sin respeto, ya me entienden. Afectuosamente, un abrazo para todas y todos mis lectores. Escrito el día de San Jorge, contra el dragón puro y duro que hay que matar: la represión efectiva del afecto.

*FilósofoSFlb